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La lección de Shirley MacLaine

¿Cómo termina la película? Ni lo recuerdo, ni haría un spoiler. Pero sí me parece digna de tomar en cuenta la sentencia del abanico, sobre todo si se trata de hacer feliz a quien amamos

  • LINDA D'AMBROSIO

15/08/2022 05:02 am

En días pasados coincidí con una pareja amiga en un congreso: él, sereno y circunspecto, ella, a todas luces, enfurruñada. Se veían un tanto contrariados.

Llegado el momento, él se acercó al estrado, formuló de manera impecable su presentación y recibió los aplausos y apretones de manos a los que le hacía acreedor su excelente exposición

Tras concluir la tanda de presentaciones de la mañana, varias personas quisieron acercarse a para felicitarlo, entrevistarlo, ponerse en contacto con él. Para estupor de todos, no estaba. Se había marchado al concluir su ponencia. Más tarde me confiaría que el disgusto de su esposa lo había llevado a retirarse.

Este episodio encendió en mí diversas reflexiones. La primera, relativa a algo muy personal: la pareja es un universo que, a mi entender, debe estar blindado ante las miradas de terceros. Normalmente los desencuentros de una pareja son puntuales, se sobrepasan. No es preciso exhibir las propias intimidades ni proyectar una imagen de división. Por otra parte, es muy doloroso sentirse cuestionado por el propio cónyuge, que debería ser tu tándem, tu llave, tu compañero de equipo. Y ¿qué puede ocurrir con una barca en la que los dos tripulantes reman en diferentes direcciones?

Creo que gran parte de la estabilidad de una relación procede de la buena voluntad de las dos partes para protegerla, es decir, para protegerse recíprocamente, aun a costa de tragar y aguantar, en la certeza de que, llegado el momento, el otro también tragará y aguantará.

Me entristeció que mi amigo, lejos de disfrutar de su logro, tuviera que retirarse en un estado de ánimo ensombrecido por la pataleta de su esposa. Pataleta, sí: yo que conocía las causas de su disgusto, ajeno por cierto a la responsabilidad de mi amigo, doy fe de que se trataba de un asunto baladí. Me pregunto: no disponía la señora de una dosis de autocontrol suficiente como para contener su malestar, disfrutar del éxito de su marido y permitirle a él gozar de un logro detrás del cual había décadas de preparación?

Hace muchos años vi una película que apenas recuerdo a grandes rasgos: Ives Montand interpretaba a un director de cine que decide acometer un proyecto sin su esposa, la afamada actriz Lucy Dell (interpretada por Shirley MacLaine) para constatar si es capaz de tener éxito sin ella. Lucy, sin embargo, decide disfrazarse de geisha para poder seguirlo hasta Japón. El desenlace sobreviene cuando recibe un abanico en el que puede leerse una peculiar afirmación: “Nadie antes que mi marido, ni siquiera yo”, Y pienso que esa es la esencia del amor: anteponer ,o al menos respetar, las necesidades del cónyuge.

Permítaseme aclarar, antes de ser pasto de feminazis, que la misma inscripción podría operar en sentido inverso: “Nadie antes que mi mujer, ni siquiera yo”. ¡Y qué decir de los hijos! Este es un asunto en el que las madres tenemos una vasta experiencia: puedes estar enferma, cansada o deprimida, pero si el bebé llora, te levantas y lo atiendes, porque el bebé depende de ti. Antepones sus necesidades a las tuyas.

Esta apología de la generosidad no colide con lo que es el autorespeto, la propia dignidad y la autorrealización. Estamos hablando, no de ceder ante la presión social ejercida por el patriarcado, si no de una forma de proceder escogida libre y voluntariamente en función de una auténtica preocupación por el prójimo (el más próximo) e inspirada espontáneamente por el afecto.

¿Cómo termina la película? Ni lo recuerdo, ni haría un spoiler. Pero sí me parece digna de tomar en cuenta la sentencia del abanico, sobre todo si se trata de hacer feliz a quien amamos.

linda.dambrosiom@gmail.com
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