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Lecturas para un tiempo inflamado

Subrayar palabras es sufrir. Doblarse dentro de uno mismo en todos los personajes que la razón cuantiosa a veces rechaza. La verdad no posee rostro, solamente sudor traspasando el raciocinio, indescifrables miedos e infinidad de dudas sin respuesta...

  • RAFAEL DEL NARANCO

07/08/2022 05:07 am

El penacho de calor ardiente que inflama España y el resto de Europa no se ha frenado ni un ápice en el presente mes de agosto, y el hombre cansino, autor de estas líneas, ya por si mismo poco andariego, se cobija en su aposento en la ciudad mediterránea de Valencia. Beber agua, tomar horchata, leer, ver televisión y una duermevela con otra, nos van ayudando –si eso es posible- a resignarnos ante ese adormecimiento. Los seres humanos llevamos encima el paso del tiempo inexorable, y así lo debe estar atravesando ahora el planeta tierra.

Somos autores de una sola página repitiéndose infinidad de veces. La vida es igual o muy parecida, un arduo caminar pisando idénticos surcos, con la salvedad de que cuando ya lo sabemos con certeza, el cuerpo se halla cansado, el espíritu hendido y en la cercana lontananza el fin del arduo transitar se divisa.

Soy una entelequia humana de pocos y fijos textos literarios. Cruzado mi propio Rubicón –y cada uno de una forma u otra tiene el suyo-, no dispongo de la capacidad, ni la avidez, para enfrentarme a nuevas cuartillas, mientras el tiempo nos ha ido ubicado en el sitial en que todo sosiego se atempera, y el vientecillo de las remembranzas solamente ayuda a saber que los años han tenido con nosotros andanadas insuperables: anhelos, zozobras y éxodos.
Leer no era solamente existir: significó con demasiada fuerza enfrentarse a dudas, temores y una necesidad demencial de intentar saber lo que había detrás de la página siguiente.
 
Pienso ahora que si un hombre leyera a lo largo de su existencia solamente la tragedia “Hamlet”, allí hallaría todo lo necesario sobre el ser humano.
Lo expresó Víctor Hugo: “¡Hamlet! Espantoso ser en lo incompleto. Serlo todo y no ser nada. Es príncipe y demagogo, sagaz y extravagante, profundo y frívolo, hombre y neutro (...) juega con cráneos humanos en un cementerio, aterra a su madre, venga a su padre, y termina con un gigantesco signo de interrogación el temeroso drama de la vida y de la muerte”.
 
En lo concerniente al nacido en la población de Stratfor-upon-Avon puede aseverarse todo. En sus tragedias hay el orbe con cada uno de sus rostros. Harold Bloom, penetrante conocedor de William Shakespeare, menciona un prefacio de Samuel Johnson encabezando una edición de las obras teatrales del prolífico autor inglés, en las que analiza esa fuerza sorprendente, que pocos seres humanos han tenido hasta ahora mismo: “Éste es el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores, pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño hacerse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones”.
 
La mitología grecolatina señala que Sísifo, rey de Corinto, célebre por su astucia, al morir fue castigado al averno, y para no permitirle hacer uso de ninguno de sus conocidos trucos, debía empujar hasta la cima de una montaña una pesada piedra, pero ésta, antes de llegar a la cúspide, caía, por lo que Sísifo debía comenzar de nuevo.
 
Y en eso debe estar en estos mismos instantes el propio Hamlet. Personaje espeluznante, sarcástico, si no hubiera asumido las dos partes humanas en que la arcilla y el espíritu se abrazan intentando perpetuarse sobre el destino que la mayoría de las veces es sanguinario.

No lo sabremos, y aún así es permisible que el Príncipe de Dinamarca -si Shakespeare no lo encadenara a su irremediable destino-, hubiera podido dialogar con su propio yo, y con ello defenderse de su insaciable destino e impedir que se encontrara envuelto en tantos brutales asesinatos. En el castillo de Elsinor, solamente faltó despedazar a los caballos y a cada uno de los criados de la cocina.

Shakespeare era un actor considerable, y lo dicen bien las crónicas de entonces. Para él, las puestas en escena en el Teatro The Globe de Londres debieran ser despiadadas y apoteósicas. Así era la época. Igualmente se debate –y la Universidad de Oxford así lo atribuye- que varias de las obras las escribió el dramaturgo, poeta y traductor Christopher Marlowe, del que Anthony Burgess, el mismo de “La naranja mecánica”, lo matizó en “Un hombre muerto en Deptford”. En esa narración las dudas y las certezas se dan la mano sin llegar a una decisión sólida: ¿Era a la vez Shakespeare? Dilema aún no resuelto.
 
Subrayar palabras es sufrir. Doblarse dentro de uno mismo en todos los personajes que la razón cuantiosa a veces rechaza. La verdad no posee rostro, solamente sudor traspasando el raciocinio, indescifrables miedos e infinidad de dudas sin recibir respuesta alguna.
 
Pensando en Marlowe, nos acordamos que el siempre admirado autor, al trasluz de la creación literaria de Marguerite Yourcenar, nos ha adiestrado a soportar los golpes secos de los años.
 
En esos años, mientras el dueño del mundo entonces conocido esperaba en su Villa de Tivoli la llegada de Hermógenes, su médico personal, subraya: “Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo”.

Hace un tiempo largo que la gesta moral de un ser humano no ha marcado nuestra piel con tan hondos surcos.

rnaranco@hotmail.com
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