Del habla esperpéntica
Sería funesto e indigno el humillar nuestro hermoso lenguaje a la chabacanería e ignorancia
Sigmund Freud –junto con Goethe los dos grandes sabios del siglo XX– mandó traducir sus obras completas (se dice pronto) al español y en carta de gratitud expresó: “Aprendí solo y sin maestros el bello idioma español para leer el Quijote en su lengua original”.
El hablar y escribir de manera adecuada adorna y fortalece la personalidad porque están consubstanciados con la dignidad. Si ya el vestirse con impropiedad rayana en la payasada es ridículo, ¿cuán podrá serlo alguien al expresarse con rotundos vicios del lenguaje? Menudean los disparates como reversar, accesar, listado (¿se referirán a un tigre de bengala?) y los abogados usan “riela”. Hasta al Libertador lo calumnian atribuyéndole un ideal “libertario”, que no significa libertad sino anarquía…
La buena lectura asidua es indispensable condición para mejorar el caudal lingüístico y la expresión oral y escrita. Sin embargo, el menosprecio por tan valiosas prendas de la personalidad causó notorio empobrecimiento idiomático, hasta en quienes se les supone el haber estudiado y leído mucho cuando estudiantes y en ejercicio de su profesión: potísimos ejemplos son numerosos médicos e incluso los propios abogados, a quienes a menudo y salvo honrosas excepciones quédales muy holgado aquello de “letrados”…
Muchos médicos afean el idioma. Principiaron por escribir en sus récipes garabatos muchas veces ilegibles (secuelas de aquellos vertiginosos apuntes en la universidad) y así fue durante mucho tiempo; pero muchos de ellos ahora –y desde hace años– también descargan bastantes errores ortográficos y, por ejemplo, son cómplices de la masa (y como decía Ortega y Gassett, “masa” no referida de modo exclusivo al proletariado) en eso de haber prescindido de los debidos acentos. Tan horrísono vicio es muy de lamentar, no sólo porque afecta a esos profesionales –y a muchos que no entienden sus récipes, lo cual es muy peligroso y hasta podría comprometer su responsabilidad penal en caso de consecuentes lesiones o muertes– sino porque otrora su buena pluma y hasta su presencia en la literatura venezolana fue notable y aún hoy:
Lilia Cruz –la dama primero–, Vicente Salias, José M. Vargas, Diego Bustillos Andueza (filólogo y famosos sus artículos en El Progresista de Boconó), Luis Razetti (gran polemista), José Gregorio Hernández; Lazo Martí y Udón Pérez (quienes rimaban en gran forma y eran poetas de verdad); Ambrosio Perera Meléndez, José (“Pepe”) Izquierdo, Rafael Hernández Rodríguez, Luis Angulo Arvelo, Miguel Ron Pedrique, Enrique Benaím, Valencia Parparcén, Francisco Montbrún; los grandes cirujanos Francisco Baquero González y Fernando Rubén Coronil; Moisés Feldman, Francisco Herrera Luque y Rafael Aguiar Guevara. Y, al presente, Otto Lima Gómez, Blas Bruni Celli, Ramón Soto Sánchez, Luis Fuenmayor Toro, Oswaldo Carmona (me refiero al gran microbiólogo, cuyos récipes hasta los escribía con mayúsculas en aras de la claridad); Ildemaro Torres, David Márquez y Santiago Bacci, last but not least.
En el evidente envilecimiento de nuestro bello idioma, está la malsana y añeja curiosidad de muchos jóvenes –y otros que no lo son tánto– por la jerga hamponil que aquí, en contravía del apropiado uso idiomático y significado del término, llaman “calé”: con orgullo digno de mejor causa hablan de “fuca” (corta arma de fuego) y “encanado” (preso). Muy a la moda vigente está en Caracas el que la mayoría prescindió de ¡todos! los signos ortográficos cuando, con casi demencial e irreflexiva precipitación y a carrera tendida, escribe por WhatsApp. Conste que hablo incluso de profesionales.
En España tampoco es que gocen de un habla muy elegante y basta una simple ojeada a la magnífica obra de Fernando Carreter –quien presidió en España por diez años la Real Academia de la Lengua– para constatar la postración en que también se halla el castellano en ese país y sabemos que igual en Suramérica; pero “mal de muchos, consuelo de tontos”…
Empero, lo peor en términos de la degradación del idiomática, es la coprolalia. Hace años usan muchos –incluídas mujeres– groserías de toda índole, proferidas por doquier y en voz alta aun en sitios públicos como restaurantes formales. Y mucho peor aún en medios de comunicación, como la TV, donde a veces saltan personas a decir groserías y sobre todo algunos altos funcionarios o personeros del Gobierno. Pésimo ejemplo para niños, que a veces y al conjuro de la imitación las repiten. Gravísimo perjuicio se causa con tan deplorable conducta a la colectividad y máxime a los más jóvenes, porque la educación –buena o mala– funciona sobre la base de modelos.
Todo ello implica tosquedad, descortesía e irrespeto. Y pervierte la elegancia de la lengua castellana, así como el decoro nacional y la dignidad en general.
aaf.yorga@gmail.com
El hablar y escribir de manera adecuada adorna y fortalece la personalidad porque están consubstanciados con la dignidad. Si ya el vestirse con impropiedad rayana en la payasada es ridículo, ¿cuán podrá serlo alguien al expresarse con rotundos vicios del lenguaje? Menudean los disparates como reversar, accesar, listado (¿se referirán a un tigre de bengala?) y los abogados usan “riela”. Hasta al Libertador lo calumnian atribuyéndole un ideal “libertario”, que no significa libertad sino anarquía…
La buena lectura asidua es indispensable condición para mejorar el caudal lingüístico y la expresión oral y escrita. Sin embargo, el menosprecio por tan valiosas prendas de la personalidad causó notorio empobrecimiento idiomático, hasta en quienes se les supone el haber estudiado y leído mucho cuando estudiantes y en ejercicio de su profesión: potísimos ejemplos son numerosos médicos e incluso los propios abogados, a quienes a menudo y salvo honrosas excepciones quédales muy holgado aquello de “letrados”…
Muchos médicos afean el idioma. Principiaron por escribir en sus récipes garabatos muchas veces ilegibles (secuelas de aquellos vertiginosos apuntes en la universidad) y así fue durante mucho tiempo; pero muchos de ellos ahora –y desde hace años– también descargan bastantes errores ortográficos y, por ejemplo, son cómplices de la masa (y como decía Ortega y Gassett, “masa” no referida de modo exclusivo al proletariado) en eso de haber prescindido de los debidos acentos. Tan horrísono vicio es muy de lamentar, no sólo porque afecta a esos profesionales –y a muchos que no entienden sus récipes, lo cual es muy peligroso y hasta podría comprometer su responsabilidad penal en caso de consecuentes lesiones o muertes– sino porque otrora su buena pluma y hasta su presencia en la literatura venezolana fue notable y aún hoy:
Lilia Cruz –la dama primero–, Vicente Salias, José M. Vargas, Diego Bustillos Andueza (filólogo y famosos sus artículos en El Progresista de Boconó), Luis Razetti (gran polemista), José Gregorio Hernández; Lazo Martí y Udón Pérez (quienes rimaban en gran forma y eran poetas de verdad); Ambrosio Perera Meléndez, José (“Pepe”) Izquierdo, Rafael Hernández Rodríguez, Luis Angulo Arvelo, Miguel Ron Pedrique, Enrique Benaím, Valencia Parparcén, Francisco Montbrún; los grandes cirujanos Francisco Baquero González y Fernando Rubén Coronil; Moisés Feldman, Francisco Herrera Luque y Rafael Aguiar Guevara. Y, al presente, Otto Lima Gómez, Blas Bruni Celli, Ramón Soto Sánchez, Luis Fuenmayor Toro, Oswaldo Carmona (me refiero al gran microbiólogo, cuyos récipes hasta los escribía con mayúsculas en aras de la claridad); Ildemaro Torres, David Márquez y Santiago Bacci, last but not least.
En el evidente envilecimiento de nuestro bello idioma, está la malsana y añeja curiosidad de muchos jóvenes –y otros que no lo son tánto– por la jerga hamponil que aquí, en contravía del apropiado uso idiomático y significado del término, llaman “calé”: con orgullo digno de mejor causa hablan de “fuca” (corta arma de fuego) y “encanado” (preso). Muy a la moda vigente está en Caracas el que la mayoría prescindió de ¡todos! los signos ortográficos cuando, con casi demencial e irreflexiva precipitación y a carrera tendida, escribe por WhatsApp. Conste que hablo incluso de profesionales.
En España tampoco es que gocen de un habla muy elegante y basta una simple ojeada a la magnífica obra de Fernando Carreter –quien presidió en España por diez años la Real Academia de la Lengua– para constatar la postración en que también se halla el castellano en ese país y sabemos que igual en Suramérica; pero “mal de muchos, consuelo de tontos”…
Empero, lo peor en términos de la degradación del idiomática, es la coprolalia. Hace años usan muchos –incluídas mujeres– groserías de toda índole, proferidas por doquier y en voz alta aun en sitios públicos como restaurantes formales. Y mucho peor aún en medios de comunicación, como la TV, donde a veces saltan personas a decir groserías y sobre todo algunos altos funcionarios o personeros del Gobierno. Pésimo ejemplo para niños, que a veces y al conjuro de la imitación las repiten. Gravísimo perjuicio se causa con tan deplorable conducta a la colectividad y máxime a los más jóvenes, porque la educación –buena o mala– funciona sobre la base de modelos.
Todo ello implica tosquedad, descortesía e irrespeto. Y pervierte la elegancia de la lengua castellana, así como el decoro nacional y la dignidad en general.
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