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El poema está en alguna parte

Otros, con vientos huracanados o lluvia ventosa, hacen que los viejos recuerdos, esas mariposas bravas sobre la piel, no sigan apretujando recuerdos que, aun estando húmedos, siguen siendo soporte de vivencias imposible de arrinconar...

  • RAFAEL DEL NARANCO

26/06/2022 05:07 am

Hay libros -mejor decir historias, o bibliotecas entrañables sobre el sentir de la vida- que nos llevan a momentos sedentarios entre crepúsculos azulinos o alientos bulliciosos, sobrevolando un otoño de nuestra existencia que la memoria retiene.

Otros, con vientos huracanados o lluvia ventosa, hacen que los viejos recuerdos, esas mariposas bravas sobre la piel, no sigan apretujando recuerdos que, aun estando húmedos, siguen siendo soporte de vivencias imposible de arrinconar.
 
Aquellas páginas del húngaro Sándor Márai, amigo igualmente de Matisse, Dalí o Giacometti, son las que mejor nos han ayudado a vislumbrar la savia reverdecida del genio nacido en las empalizadas del Perchel, arrabal extramuros de Málaga, barriada donde pintor comenzó a saber que colorear la diaria existencia era moldear los legatarios atributos de la naturaleza emergiendo ahí abajo, en los subterráneos del aliento uncidos a las persuasiones creadoras.
 
Acompañando ese paseo congelado en el tiempo, nos escolta en esta tarde calurosa y mediterránea “El desfile de la vida”, producto de la imaginación del geólogo John Hodgdon, páginas en que la evolución de la supervivencia sale a nuestro encuentro; y, en tercer término, leemos –sobre cuerpos calcinados convertidos en yeso debido a la erupción del Vesubio- “Pompeya”, una incidencia narrativa desarrollada en 48 horas, el lapso trágico y cortante de ver fenecer la ciudad conocida en su época como la perla de la bahía de Nápoles, ciudad amada y odiada a su vez en los escritos del hoy olvidado Curzio Malaparte.
 
Hay otros textos hoscos, ásperos, cuyos renglones, púas o flechas de ballesta, desgarran, abren cicatrices y escarban en abatidos recuerdos.
De estos últimos nos adjudicamos, inclinados al tálamo en el que intentamos conciliar los desvaríos del sueño, la antología poética “No vendrá el diluvio tras nosotros”, versos que Joseph Brodsky comenzó en Leningrado (San Petersburgo) y concluyó, ya exilado, en Estados Unidos, cuando las fibras de su corazón comenzaban a deshacerse.
 
En esos poemas se presiente la mano del campesino de la heredad de abedules que el poeta jamás pudo moldear o sembrar.
 
Brodsky bebió (y fumó) la vida a grandes sorbos, y la misma, igual a la bruñida madrecita Rusia, se lo llevó de un zarpazo hacia la “orilla de miel congelada”, y así pudo estar cerca de la matrona a la que con su pueblo -siempre en las desgracias-, amara en sentido literario. Era la sublime Anna Ajmátova.
 
Todos alguna vez, al compás de salmodias, hemos abrazado agazapados a hojaranzos, arces y noches blancas, la elegía a John Donne.
 
Dormido el poeta del afecto metafísico con la alucinación sagaz y las divagaciones envueltas en un caftán, rapta a Brodsky. Así lo señala Jan Sjacel:  “Los poetas no inventan los poemas / El poema está en alguna parte ahí detrás / Desde hace mucho tiempo está ahí / El poeta no hace sino descubrirlo”.
 
En otra vertiente, existen escritores enseñando esquinas y bifurcaciones en las trochas del resuello. Ejemplo: Adolfo Bioy Casares. Su obra es célebre, apreciada y, aun así, no leída. Los libros, igual a la piel, se arrugan, pierden tersura y se vuelven cartón piedra. Al pibe argentino le sucede eso, aunque no se lo merecía. El personaje más suyo, Morel, aún sigue en busca de una isla en algún lugar del Río de la Plata. Hay señales de que indaga la figura en el arrecife de su admirado Edgar Allan Poe.
 
Lo manifiesto, lector: leo y releo de manera durable sus “Historias de Amor”. En uno de sus aforismos señala: “El amor entre personas honestas raramente es inocente”. La frase es cercana al murmullo de un aleteo de cisnes amancebados y quizás uno de ellos herido. Con Casares –amigo duradero de Jorge Luis Borges- hay algo siempre al encuentro de un vientecillo libertino en cualquier mañana de un mes porteño: “La vida, sin sus jardines ajenos, tendría otro aislamiento”, señalaba el ciego del barrio de Palermo.
 
Son pequeños fragmentos breves en una caja de resonancia bajo la envoltura de su fina ironía. Aleccionamos estos párrafos con Gyula Halász – Brassaï - , y finalizamos, hasta que nos llamó el sueño venido del mar Mediterráneo que aún me cobija, con los versos de Rafael Alberti en “Lo que canté y dije de Picasso”, estrofas de amistad férrea, irrompibles, construidas con mármoles de de Carrara, esas piedras cuya blancura guarda tonalidades que unos ojos ven azuladas y otros grisáceas, y que para los antiguos romanos de los césares era “marmor lunensis” tan cantado por los rasados del imperio.

Se escuchó decir a Rafael en su Puerto de Santa María entre barcas repletas de plateadas sardinas: “Pablo me dice: Estás mejor que nunca. / Te pareces al Carlos IV de Goya. El mismo perfil, el pelo, algo rizado sobre el cuello y las orejas. / Una moneda pelucona… Un día te haré un retrato. ¿Cuándo?”
Pretendemos estar al corriente -o quizás lo hemos leído en manuales anticuados que la retentiva no inmortaliza- que Alberti exteriorizaba rasgos translúcidos surgidos de un cuadro velazqueño untado con grasa de fruto del olivo, y ante esa prestancia agradable, Picasso –picarón de los días, risueño y gracioso- solamente realizó una copia luminosa, y tan inmortal, que los dioses mismos del Edén pagano, aún continúan investigando la autenticidad de las pinceladas del lienzo inmortal.

rnaranco@hotmail.com




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