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Escribir textos

RICARDO GIL OTAIZA. Es delicioso el no lograr la perfección, porque el anhelo de alcanzarla es la fuerza que nos impulsa a intentarlo cada vez otra vez. En la escritura nadie tiene la última palabra

  • RICARDO GIL OTAIZA

21/06/2018 05:00 am

El proceso de la escritura es largo y complejo. Todo, absolutamente todo puede ser contado y llevado al papel, pero cuánto esfuerzo requiere la producción de una sola cuartilla, de una minúscula página, que un lector devora en cuestión de pocos segundos. Es decir, detrás de un texto -ni se diga de un libro- subyace todo un mundo de trabajo y de horas frente a un computador, que pocas veces nos deja del todo satisfechos. En mi caso particular, llevo siempre el texto en la cabeza desde muchos días antes de escribirlo, pero nunca queda plasmado tal y como lo he soñado. Del cerebro al papel se presentan inmensas brechas difíciles de cerrar, toda vez que se nos hace cuesta arriba patentizar algo que sólo está en nuestro interior, y que a veces no fluye, no se derrama, no se materializa con la fuerza con que lo pensamos. Parafraseando un poco a Monterroso diría: “qué hermosos textos los que he pensado y qué tristes los que he conseguido”

Tampoco eso es malo. El ser humano siempre está detrás de la perfección, y cuando cree haberla alcanzado, pierde inexorablemente todo lo que ha conseguido. Considerar, pues, que hemos llegado, es una de las torpezas más grandes que podemos cometer. Todo es un fluir, un eterno proceso que nos lleva a un recomenzar cada día. Por eso precisamente es delicioso el no lograr la perfección, porque el anhelo de alcanzarla es la fuerza que nos impulsa a intentarlo cada vez otra vez. En la escritura nadie tiene la última palabra. Cuando abordamos la página, es como si fuera la primera vez; es por ello que sentimos la inseguridad de lo no acabado cuando hacemos entrega del texto para que sea leído. De allí también la pesada manía de corregir lo escrito hasta el hastío, cuando estamos conscientes de que en cada corrección reescribimos el texto, y serán otros ojos los que posiblemente pesquen nuestros constantes yerros, porque de lo contrario caemos en un terrible círculo vicioso, que nos descalabra la tranquilidad y la calma. 

Noto prepotencia y autosuficiencia en muchos de nuestros autores. Algunos se creen una maravilla y un portento, y no son más que meros aprendices de un oficio que no terminamos de aprender jamás. Cuando me he topado con correctores profesionales (por cuyas manos pasan nuestros escritos para que salgan con decencia a la luz pública), lo primero que los asombra es mi actitud de completa apertura ante sus críticas, sugerencias y propuestas estilísticas, para mejorar el texto. Su asombro parte de la falsa premisa de muchos de nuestros “escritores” de creerse “especialistas” en la lengua, y el no permitir por ello que les toquen -ni con los ojos- una coma mal puesta. Es más: muchos escritores se ofenden al extremo de levantarse de la reunión, porque consideran que los comentarios del corrector los humilla y los degrada. En mi caso particular, encuentro sabrosa la discusión con un corrector de estilo, porque me enriquece mucho y tal vez algo de mi experiencia le ayuda también a superar los normales escollos del duro oficio. Es decir, muchas veces los aportes del autor y del corrector, son la llave perfecta para dar solución a un párrafo o a una frase no tan feliz dentro de un contexto literario o académico. 

Si bien la escritura es un proceso autárquico y nacido de la ingrimitud, en algún momento deberá abrirse a la universidad de la comprensión lectora, lo que se traducirá, necesariamente, en análisis, en entendimiento y en aquiescencia (o en indiferencia) por parte de quienes nos leen o se acercan a nuestros escritos. Y esto es real y también necesario, lo que se traducirá en crecimiento personal e intelectual, y posiblemente en obra. 

@GilOtaiza 

rigilo99@hotmail.com
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