La palanca del amor
¿Hacia dónde va el mundo? ¿Qué nos depara como civilización en los próximos años? ¿Prevalecerá la locura? No tengo respuestas precisas, solo presunciones, conjeturas y meras hipótesis
Solemos tomar la vida muy en serio y vamos dejando de lado todo aquello que haría de nuestro paso por la Tierra una poética del existir. Creo que son las mismas circunstancias que vivimos las que nos empujan a la mera supervivencia, a la de alcanzar metas, a esperar siempre una retribución por lo que hacemos, lo que nos hace olvidar que el vivir connota además, y por encima de todo, el sentirnos cómodos en nuestra piel, el estar conectados en la realidad a cada instante, el interactuar con los otros con sinceridad y ánimo de empatía.
En verdad, nunca aprendemos a vivir, y cuando creemos que lo hemos alcanzado ya tenemos que partir. En otras palabras: nuestra máxima experiencia no debería ser postergar para un día por venir todo el cúmulo de aprendizajes amalgamados, sino estar en sintonía con nuestro tiempo histórico y con el ahora. Esto no quiere decir en modo alguno que no revisemos el pasado para nutrirnos de él, para sufrir con su recuerdo, o para gozar con sus reminiscencias y enseñanzas, o que no miremos de manera prospectiva hacia un hipotético tiempo por venir, que nos estimule a seguir adelante, que nos empuje cuando todo parece imposible, sino el estar conscientes y plenamente vivos en este momento, porque de lo contrario nuestra vida siempre será postergada a un “algo” inexistente dejado atrás, o a una mera utopía.
No desarrollo procesos de coaching (por lo menos desde lo profesional), ni busco erigirme en un gurú de esta materia, pero si de experiencias se trata, hace ya bastantes años pretendí sentarme a escribir una novela y en su lugar, y sin tener algo planificado, produje un libro sobre la felicidad (Ser felices para siempre, San Pablo, 2014), en el que exorcicé mis demonios y me erigí en un suerte de puente entre muchas personas ávidas de esperanza, que hallaron en esas páginas una guía y un consuelo. Si de milagros se trata, podría asegurarles que escribir este libro fue uno de ellos, porque emergió como una lava que llevaba en mi interior e hizo que mi vida se transformara, que dejara la pesadez de la toga y el birrete y me hiciera un poco más humano.
A partir de entonces comprendí muchas cosas, perdí el apego a otras, entendí que lo más importante es estar con quienes amas y deseas estar y hacer lo que te gusta hacer, porque lo contrario es sencillamente una estupidez y una pérdida de tiempo. Desde aquel suceso paradigmático en mi vida, soy políticamente menos correcto (y tengo menos amigos, por supuesto), digo lo que pienso con decencia y altura pero sin tapujos, no me detengo en nimiedades, escucho con atención los sonidos de la naturaleza, me extasío mirando un paisaje o viendo correr un río, no voy a reuniones que no sean necesarias porque mi tiempo es sagrado, no me detengo a discutir con necios porque caigo en sus trampa y en sus propias medianías, me río de mí mismo y permito que los otros también lo hagan, porque al fin y al cabo nos deslastra de la rigidez del ego, de la altura del “Yo”, nos redimensiona en nuestra esencia y nos deja más livianos de equipaje.
Sin duda, aquel hecho fue un punto de inflexión en mi recorrido, y no es que me haya hecho más sabio (o sabio, a secas), sino que abrí los ojos frente a ignotas realidades, que por estar ocultas a nuestros sentidos, o a nuestra percepción sensorial, no dejan de ser relevantes y significativas para todos. Ya no más libros leídos por mero ejercicio intelectual o de esnobismo, o porque ganaron un premio, o para estar a la moda, sino por el disfrute y goce personal; ya no más frases como “cumplir con la tarea”, “pasar el tiempo”, “hacer las cosas por no dejar”, “estoy aburrido”, “la vida es una lucha”, “qué fastidio”, “nadie me entiende”, “soy víctima de las circunstancias”, “no soy capaz”, y paro de citar.
Aprendí que somos corresponsables del “todo”, que fungimos ser constructores y demiurgos de nuestra propia vida, que nada sucede sin que responda a un cruce de variables y a una interconexión sutil de caminos. Supe, solo entonces, que estamos en la Tierra para llevar a cabo una misión, que por ínfima que parezca ante los ojos de los demás, es necesaria en la completitud del universo y en la isócrona secuencia del devenir. Comprendí, no sin dolor ni resistencia de parte del intelecto, que somos finitos en lo biológico pero eternos en nuestra propia esencia: llegamos y luego nos vamos, en una rueda sinfín, y así hasta el infinito.
A pesar de todo (de la tecnología y de la ciencia, de las religiones y de la filosofía, de nuestra arrogancia y prepotencia) como humanidad somos imberbes. No hemos aprendido las lecciones de la historia y caemos a cada instante en los mismos errores. El hoy centenario pensador francés Edgar Morin, a quien tanto he estudiado y admiro, suele afirmar en su magnífica obra que como humanidad no nos hemos bajado de las ramas y estamos en la edad del hierro planetaria. Evolucionamos en lo tecnocientífico, pero retrocedemos mil pasos en lo humano y esa es nuestra mayor tragedia.
¿Hacia dónde va el mundo? ¿Qué nos depara como civilización en los próximos años? ¿Prevalecerá la locura? No tengo respuestas precisas, solo presunciones, conjeturas y meras hipótesis. Solo sé que perdimos el norte, que avanzamos a ciegas en medio de las tinieblas a orillas de un abismo, que nada nos salvará si no despertamos ya, en el ahora, y accionamos la palanca del amor.
rigilo99@gmail.com
En verdad, nunca aprendemos a vivir, y cuando creemos que lo hemos alcanzado ya tenemos que partir. En otras palabras: nuestra máxima experiencia no debería ser postergar para un día por venir todo el cúmulo de aprendizajes amalgamados, sino estar en sintonía con nuestro tiempo histórico y con el ahora. Esto no quiere decir en modo alguno que no revisemos el pasado para nutrirnos de él, para sufrir con su recuerdo, o para gozar con sus reminiscencias y enseñanzas, o que no miremos de manera prospectiva hacia un hipotético tiempo por venir, que nos estimule a seguir adelante, que nos empuje cuando todo parece imposible, sino el estar conscientes y plenamente vivos en este momento, porque de lo contrario nuestra vida siempre será postergada a un “algo” inexistente dejado atrás, o a una mera utopía.
No desarrollo procesos de coaching (por lo menos desde lo profesional), ni busco erigirme en un gurú de esta materia, pero si de experiencias se trata, hace ya bastantes años pretendí sentarme a escribir una novela y en su lugar, y sin tener algo planificado, produje un libro sobre la felicidad (Ser felices para siempre, San Pablo, 2014), en el que exorcicé mis demonios y me erigí en un suerte de puente entre muchas personas ávidas de esperanza, que hallaron en esas páginas una guía y un consuelo. Si de milagros se trata, podría asegurarles que escribir este libro fue uno de ellos, porque emergió como una lava que llevaba en mi interior e hizo que mi vida se transformara, que dejara la pesadez de la toga y el birrete y me hiciera un poco más humano.
A partir de entonces comprendí muchas cosas, perdí el apego a otras, entendí que lo más importante es estar con quienes amas y deseas estar y hacer lo que te gusta hacer, porque lo contrario es sencillamente una estupidez y una pérdida de tiempo. Desde aquel suceso paradigmático en mi vida, soy políticamente menos correcto (y tengo menos amigos, por supuesto), digo lo que pienso con decencia y altura pero sin tapujos, no me detengo en nimiedades, escucho con atención los sonidos de la naturaleza, me extasío mirando un paisaje o viendo correr un río, no voy a reuniones que no sean necesarias porque mi tiempo es sagrado, no me detengo a discutir con necios porque caigo en sus trampa y en sus propias medianías, me río de mí mismo y permito que los otros también lo hagan, porque al fin y al cabo nos deslastra de la rigidez del ego, de la altura del “Yo”, nos redimensiona en nuestra esencia y nos deja más livianos de equipaje.
Sin duda, aquel hecho fue un punto de inflexión en mi recorrido, y no es que me haya hecho más sabio (o sabio, a secas), sino que abrí los ojos frente a ignotas realidades, que por estar ocultas a nuestros sentidos, o a nuestra percepción sensorial, no dejan de ser relevantes y significativas para todos. Ya no más libros leídos por mero ejercicio intelectual o de esnobismo, o porque ganaron un premio, o para estar a la moda, sino por el disfrute y goce personal; ya no más frases como “cumplir con la tarea”, “pasar el tiempo”, “hacer las cosas por no dejar”, “estoy aburrido”, “la vida es una lucha”, “qué fastidio”, “nadie me entiende”, “soy víctima de las circunstancias”, “no soy capaz”, y paro de citar.
Aprendí que somos corresponsables del “todo”, que fungimos ser constructores y demiurgos de nuestra propia vida, que nada sucede sin que responda a un cruce de variables y a una interconexión sutil de caminos. Supe, solo entonces, que estamos en la Tierra para llevar a cabo una misión, que por ínfima que parezca ante los ojos de los demás, es necesaria en la completitud del universo y en la isócrona secuencia del devenir. Comprendí, no sin dolor ni resistencia de parte del intelecto, que somos finitos en lo biológico pero eternos en nuestra propia esencia: llegamos y luego nos vamos, en una rueda sinfín, y así hasta el infinito.
A pesar de todo (de la tecnología y de la ciencia, de las religiones y de la filosofía, de nuestra arrogancia y prepotencia) como humanidad somos imberbes. No hemos aprendido las lecciones de la historia y caemos a cada instante en los mismos errores. El hoy centenario pensador francés Edgar Morin, a quien tanto he estudiado y admiro, suele afirmar en su magnífica obra que como humanidad no nos hemos bajado de las ramas y estamos en la edad del hierro planetaria. Evolucionamos en lo tecnocientífico, pero retrocedemos mil pasos en lo humano y esa es nuestra mayor tragedia.
¿Hacia dónde va el mundo? ¿Qué nos depara como civilización en los próximos años? ¿Prevalecerá la locura? No tengo respuestas precisas, solo presunciones, conjeturas y meras hipótesis. Solo sé que perdimos el norte, que avanzamos a ciegas en medio de las tinieblas a orillas de un abismo, que nada nos salvará si no despertamos ya, en el ahora, y accionamos la palanca del amor.
rigilo99@gmail.com
Siguenos en
Telegram,
Instagram,
Facebook y
Twitter
para recibir en directo todas nuestras actualizaciones