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La voz, la salida

MIBELIS ACEVEDO DONÍS. Asusta ver también cómo la desilusión va mutando en desazón y bilis, en banalidad de la agresión y carnaval de exterminio, en desbordamiento y hambre de purgas

  • MIBELIS ACEVEDO DONÍS

14/06/2018 05:00 am

Todavía escuece la memoria por la promesa que no pudo ser cumplida: "en la medida en que la gente entienda que el 20M no habrá una elección, se reduce la frustración el 21"… abolir una expectativa para intentar desbrozar la desilusión en ciernes, por lo visto no descartaba tener que lidiar luego con otra aún mayor, una que desgarra y desordena, que avinagra el ánimo y nos hace menos dados a conectarnos con la pulsión de vida. “Tanto dolor se agrupa en mi costado/ que por doler, me duele hasta el aliento”, podríamos decir junto a Miguel Hernández. Claro, no es la primera vez que las circunstancias nos toman de los faldones y nos halan abruptamente hacia el fondo del despeñadero; y angustia intuir que esa sensación de impotencia frente a la repetida privación del deseo esté condenándonos al antro de la crónica autodestrucción. 

¿Cómo creer que la gente no se haría expectativas, si la constante que precedió y corteja la pirueta psicológica ha sido el asegurar que el régimen vive una suerte de elástica “etapa terminal”? El propio ex presidente Felipe González, sin mayores desmenuzamientos, aconsejaba a los venezolanos resistir porque "el régimen de Maduro se va a caer solo”. Paradójicamente y en medio del serio escollo planteado, el delirio porfía, la gente oye lo que quiere oír y cree lo que se quiere creer. Resulta muy difícil cancelar vuelos de pájaros preñados cuando el discurso que cursa en paralelo parece primorosamente urdido por cultores del pensamiento mágico. 

Hay ásperos riesgos para las sociedades cuando sus líderes las consuelan y tratan como a un niño frágil, incapaz de digerir la verdad, de gestionar el fracaso, de organizarse o saber cuándo sacar fuerzas para agarrar a la tornadiza fortuna por los cuernos y cimbrar sus embestidas; y es que su brío se vaya amarrando a lo primario, ora pinchado por pulsiones reactivas, ora azuzado por aspiraciones poco realistas (notemos que Spinoza habla incluso de la esperanza como de una “alegría inconstante”, enlazada con las oscuridades del miedo) que eluden la tremenda e inevitable complejidad de la política. Lo peor es que tal infantilización de las masas, del todo adversa al ejercicio de autonomía, responsabilidad o libertad implícito en la noción de ciudadanía activa o ciudadanía de alta intensidad -como la nombra Guillermo O'Donnell- sólo contribuye a alentar los despotismos de toda traza. 

Con esa amenaza trajinamos. Gracias a una nueva imposibilidad de satisfacer el anhelo de cambio, de obtener gratificación o hacerse de un control que permita impactar ya la anomalía, la frustración se ha acuartelado en nuestra polis. Basta asomarse a la encendida arena de las redes sociales para percibir cómo su acumulación nos lanza a un piélago de pasiones tristes, a un círculo de pensamientos negativos que corroe la autoestima y aniquila toda motivación, toda ocasión de ver más allá, confiar o reemprender acciones colectivas. Cinismo y sospecha mutua, eso es lo que abunda. Asusta ver también cómo la desilusión va mutando en desazón y bilis, en banalidad de la agresión y carnaval de exterminio, en desbordamiento y hambre de purgas, por un lado; mutando en sentimiento estable de decepción, en antipolítica, por otro. Lejos de favorecer recomposiciones, no medir bien la hondura que se nos venía anuncia la peor regresión, un país tan hastiado que hoy opta por pedir “que se vayan todos”. 

Los lobos del hombre no dan tregua: la frustración aviva la afición por canibalizarnos, mientras el verdadero adversario -incluso con 80% del país en contra- aprovecha la esmerada auto-mutilación para cosechar trofeos… ¿a qué revisiones obliga eso? 

El análisis de Albert Hirschman sobre las reacciones ante la frustración humana (que, dependiendo del costo, puede generar salida, queja o lealtad) brinda algunos pistas útiles. Cuando aún a merced del deterioro la decisión es no renunciar al valor/marca que asumimos como reflejo identitario, opera la lealtad; la queja o la “voz” lo hace cuando se opta por expresar explícitamente la insatisfacción (bullendo entre reclamos nítidos y mudeces fragorosas, la vimos muy activada frente al 20M) lo cual hablaría tanto de la disposición a mejorar las cosas como de una adhesión que no es inamovible; finalmente contamos con la “salida”, el abandono que aplica cuando algo deja de gustarnos, y que lleva a mirar otras alternativas. 

Para la dirigencia resulta esencial desentrañar el por qué de cada elección: pero para contrarrestar los fuetazos de un contexto autoritario, lo democráticamente aconsejable es prestar especial atención a la “voz” (fomentando su sana exposición; no restringiéndola, engatusándola o contribuyendo a que se deforme) y saber tramitar los deseos de mudanzas. Sí: a fin de atajar la autodestrucción y apartar a la sociedad de la senda de la insania política, conviene saber cuánto peso añade una conducción errática al desencanto. ¡Ah! Quién sabe si después de eso, hacer promesas se vuelva una práctica un poco más cauta, un poco más reflexiva. 

@Mibelis 
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