Exaltaciones, apegos y lecturas
"De esa naturaleza toma el hilo los libros leídos. Ellos describen el compendio de las circunstancias con sus aprensiones, ahíncos, exaltaciones, empeños alcanzados o quizás, tal vez menos de lo premeditado..."
Recientemente en estas páginas del diario, usurpando a la memoria el traslado del cuerpo de Umberto Eco a los aposentos de Orión, en compañía del dramaturgo Marlowe, y arropado por Descartes, Pascal y el humanista Montaigne, Jorge Luis Borges, al que el autor de “El nombre de la rosa” rebautizó en “Jorge de Burgos”, el cenobita ciego en la detectivesca obra medieval colmada de códices, estaba ansioso por hablar con el argentino de eternidades y códigos ocultos en las páginas de su “Funes el memorioso”.
Cierto es que no poseo la veracidad de ese encuentro, no obstante, creo asumir una conclusión perceptible y válida: leer libros, todos los que se pueda a lo largo de la existencia humana, es la insuperable receta que nos abre las puertas del inconmensurable “Aleph”, lugar en que la existencia soñada y nunca comprendida se expande hasta llegar a ese punto en que converge la esencia primogénita de la inmortalidad siempre tan anhelada hasta por los antiguos dioses helénicos.
Si bien no recordamos haber dejado de avizorar un texto, es ahora, con un puñado de otoños encima, cuando nos damos cuenta de lo poco que hemos trillado. La frase de Sócrates: “Solo sé que no sé nada”, posee una certera exactitud en nosotros.
En la orilla del Mediterráneo, entre arrozales, aceitunas, marjales, campos de naranjas, cidras y flor del limonero, volvimos – noche tras noche, durante semanas – a las páginas siempre pendientes y que nos inspiran, de Stefan Zweig (“El mundo de ayer”), los poemas de Leopardi, los Diarios del valenciano Rafael Chirbes, la poesía y prosa del maestro Rafael Cadenas, con una introducción de Darío Jaramillo Agudelo, y “El infinito viajar” de Claudio Magris, para que nos ayuden a comprender la España en la que transitamos más que vivimos.
Boot de Condillac, filósofo francés creador de la escuela sensualista, decía que “el secreto del escritor está en saber comprender la armonía”, y eso suele tener presencia vivencial al momento de leer.
El ruso Tchinguiz Aitmatov lo expuso sin dobleces. Cuando el invierno era inclemente en las heladas tierras de los kirguises - el grupo de los turcos-mongoles dedicados a la vida pastoril en la Kirguizia – Aitmatov escribió un texto corto llamado “Yamila” de una sencillez asombrosa por su simplicidad.
La obra es una supervivencia centrada en un amor, una familia y una tierra. También un poco de ganado y unas duras tareas agrícolas.
En esa época, Rusia iba desde los Cárpatos a los Urales, con su tundra repleta de rígidos pinos, llanuras heladas hacia el Sur abrazando los campos semidesérticos con hombres y animales famélicos.
La historia era conocida. Se regresaba a las luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos, es decir, la autocracia de los menos sobre los más en los escritos “Padres e Hijos” de Iván Turgueniev.
Desde aquel entonces el problema es el mismo: líderes que creen tener la solución a los problemas cruciales de los pueblos mientras alrededor todo se hunde.
Hace unos días, intentando sentir el sol invernal que lucia generoso en la arcana rosaleda frente al apartamento en que moramos, dimos con una caja de cartón enmarañada en unos arbustos. Acurrucada, había una paloma de las que tanto abundan en la zona. La sacamos a la luz y el ave pareció agradecer los rayos calurosos del sol. Levantó su cabeza hacia ellos. La miré unos instantes y continué el camino.
Curiosamente estaba examinando esa mañana la prodigiosa obra “La vida de las hormigas” de Mauricio Maeterlinch, tan humana en su relato, que tras repasarla, nuestra existencia se vería cobijada bajo otros valores. Si a eso se suma otro libro, “Una breve historia de casi todo”, relatada por Bill Bryson, daríamos las gracia al infinito protector por encontrarnos vivos.
No deseo con estas líneas hacer una epístola moralista, sino recordar cómo las cosas espontáneas y pequeñas en apariencia, nos abren hacia la trascendencia de nuestros actos más sencillos. Seduzcamos para ser amados, al saber que si desaparece un árbol, una flor, un canario, un gorrión de pequeño vuelo, algo nuestro se desvanece.
Y ahora la interrogación que nos hemos hecho en otros artículos durante diversas reflexiones literarias: ¿Por qué trazamos al día de hoy recuerdos y preferencias sobre ciertos libros? Creo recordar que en alguna otra ocasión lo explique lo mejor que he podido.
En “Cartas desde la Rue Taitbout”, el armenio William Saroyan, después de haber sido un indomable batallador, desea congratularse con los seres más cercanos a él, y así envía misivas a Dios, a un amigo, y a todos los que le ayudaron a forjar su carácter no siempre acorde con criterios heredados de sus antepasados.
De esa naturaleza toma el hilo los libros leídos. Ellos describen el compendio de las circunstancias con sus aprensiones, ahíncos, exaltaciones, empeños alcanzados o quizás, tal vez menos de lo premeditado, y aún así, siempre enfrascados en las tareas del cotidiano existir.
Cada supervivencia tal como se presenta, posee regocijos, gorjeos, ramalazos e igualmente carencias que llenan los momentos más inesperados, y que a su vez, nos envuelven en instantes saliendo a nuestro encuentro.
rnaranco@hotmail.com
Cierto es que no poseo la veracidad de ese encuentro, no obstante, creo asumir una conclusión perceptible y válida: leer libros, todos los que se pueda a lo largo de la existencia humana, es la insuperable receta que nos abre las puertas del inconmensurable “Aleph”, lugar en que la existencia soñada y nunca comprendida se expande hasta llegar a ese punto en que converge la esencia primogénita de la inmortalidad siempre tan anhelada hasta por los antiguos dioses helénicos.
Si bien no recordamos haber dejado de avizorar un texto, es ahora, con un puñado de otoños encima, cuando nos damos cuenta de lo poco que hemos trillado. La frase de Sócrates: “Solo sé que no sé nada”, posee una certera exactitud en nosotros.
En la orilla del Mediterráneo, entre arrozales, aceitunas, marjales, campos de naranjas, cidras y flor del limonero, volvimos – noche tras noche, durante semanas – a las páginas siempre pendientes y que nos inspiran, de Stefan Zweig (“El mundo de ayer”), los poemas de Leopardi, los Diarios del valenciano Rafael Chirbes, la poesía y prosa del maestro Rafael Cadenas, con una introducción de Darío Jaramillo Agudelo, y “El infinito viajar” de Claudio Magris, para que nos ayuden a comprender la España en la que transitamos más que vivimos.
Boot de Condillac, filósofo francés creador de la escuela sensualista, decía que “el secreto del escritor está en saber comprender la armonía”, y eso suele tener presencia vivencial al momento de leer.
El ruso Tchinguiz Aitmatov lo expuso sin dobleces. Cuando el invierno era inclemente en las heladas tierras de los kirguises - el grupo de los turcos-mongoles dedicados a la vida pastoril en la Kirguizia – Aitmatov escribió un texto corto llamado “Yamila” de una sencillez asombrosa por su simplicidad.
La obra es una supervivencia centrada en un amor, una familia y una tierra. También un poco de ganado y unas duras tareas agrícolas.
En esa época, Rusia iba desde los Cárpatos a los Urales, con su tundra repleta de rígidos pinos, llanuras heladas hacia el Sur abrazando los campos semidesérticos con hombres y animales famélicos.
La historia era conocida. Se regresaba a las luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos, es decir, la autocracia de los menos sobre los más en los escritos “Padres e Hijos” de Iván Turgueniev.
Desde aquel entonces el problema es el mismo: líderes que creen tener la solución a los problemas cruciales de los pueblos mientras alrededor todo se hunde.
Hace unos días, intentando sentir el sol invernal que lucia generoso en la arcana rosaleda frente al apartamento en que moramos, dimos con una caja de cartón enmarañada en unos arbustos. Acurrucada, había una paloma de las que tanto abundan en la zona. La sacamos a la luz y el ave pareció agradecer los rayos calurosos del sol. Levantó su cabeza hacia ellos. La miré unos instantes y continué el camino.
Curiosamente estaba examinando esa mañana la prodigiosa obra “La vida de las hormigas” de Mauricio Maeterlinch, tan humana en su relato, que tras repasarla, nuestra existencia se vería cobijada bajo otros valores. Si a eso se suma otro libro, “Una breve historia de casi todo”, relatada por Bill Bryson, daríamos las gracia al infinito protector por encontrarnos vivos.
No deseo con estas líneas hacer una epístola moralista, sino recordar cómo las cosas espontáneas y pequeñas en apariencia, nos abren hacia la trascendencia de nuestros actos más sencillos. Seduzcamos para ser amados, al saber que si desaparece un árbol, una flor, un canario, un gorrión de pequeño vuelo, algo nuestro se desvanece.
Y ahora la interrogación que nos hemos hecho en otros artículos durante diversas reflexiones literarias: ¿Por qué trazamos al día de hoy recuerdos y preferencias sobre ciertos libros? Creo recordar que en alguna otra ocasión lo explique lo mejor que he podido.
En “Cartas desde la Rue Taitbout”, el armenio William Saroyan, después de haber sido un indomable batallador, desea congratularse con los seres más cercanos a él, y así envía misivas a Dios, a un amigo, y a todos los que le ayudaron a forjar su carácter no siempre acorde con criterios heredados de sus antepasados.
De esa naturaleza toma el hilo los libros leídos. Ellos describen el compendio de las circunstancias con sus aprensiones, ahíncos, exaltaciones, empeños alcanzados o quizás, tal vez menos de lo premeditado, y aún así, siempre enfrascados en las tareas del cotidiano existir.
Cada supervivencia tal como se presenta, posee regocijos, gorjeos, ramalazos e igualmente carencias que llenan los momentos más inesperados, y que a su vez, nos envuelven en instantes saliendo a nuestro encuentro.
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