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Cráteras de barro, islas y vides

“La Piazzeta” es el lugar cosmopolita de Capri. Uno, sentado en una mesa del Gran Caffé Vuotto cuando el cielo se cubre de todos los rojos posibles, ve la existencia de la isola pasar ante nuestros ojos como si de una proyección cinematográfica se tratara

  • RAFAEL DEL NARANCO

01/05/2022 05:07 am

Habiendo llegado a la ciudad de Nápoles tras visitar las ruinas de Pompeya –el viviente pasado esplendoroso que nos espera- , el nómada acarrea sobre sus remembranzas los remos de la barca que nos trasladará a la isla de Capri, hasta los promontorios horadados en palabras por Pablo Neruda, Lord Byron, Máximo Gorki, Curzio Malaparte y Axel Munthe entre otros trashumantes que encumbraron esos farallones con voces de la mejor literatura errante.

Ya en la isla rodeada en fluorescencia, el andariego va emprendiendo la ruta hacia la gruta de Matromania adyacente al monte Tiberio -en honor del emperador Romano- que forjó aquí su propio cielo e infierno, y cuyos peñascos surgieron antes que los dioses hubieran encendido en el Golfo de Nápoles un tabernáculo de sangre.

A partir de su altura el hombre misántropo en que nos hemos convertido observa la calina de Sorrento, el pueblecito de Positano y, tras unas empinadas revueltas, Ravello, el refugio de uno de los magnos cónsules de la Sodoma moderna, Gore Vidal –los otros, Tennesse Williams, André Gide, Jean Genet, Wiliam Burroughs y John Giorno-, siendo en estos arrecifes en los que Curzio Malaparte rasgueó sus crónicas de la peste: “Kaputt”, “La piel” y “Madre marchita” que él la había llamado “Madre podrida”.

Al final de las carillas de esas páginas punzó un alegato hiriente: las mesnadas de homosexuales que en ese tiempo adolorido acusaron de tétrica insolencia sus páginas.

He venido andando entre un sendero de limoneros, vides, lentiscos, mirto, robles, mantos de de florecillas y pinos mediterráneos, hasta la Cartuja de San Giacomo con el deseo de que el viento enrevesado comenzara a aplacarse.

De regreso, y persiguiendo los cánones de la antigua Apragopolis, remontamos a pie Marina Grande teniendo como depositaria “La Piazzeta” o Plaza de Umberto I.

Desde el puerto algunos turistas toman el teleférico construido en 1907 y en cinco minutos llegan a la cumbre. Nosotros recomendaríamos ir caminando, ya que la subida amplía el panorama incomparable de la isla.

“La Piazzeta” es el lugar cosmopolita de Capri. Uno, sentado en una mesa del “Gran Caffé Vuotto” cuando el cielo se cubre de todos los rojos posibles, ve la existencia de la isola pasar ante nuestros ojos como si de una proyección cinematográfica se tratara.

El lugar sigue siendo cosmopolita. Uno va con lo justo para ver, caminar y beber un refresco puro de limón.

El dietario, si cubre un día, es efímero y no da tiempo para mucho. Uno exhortaría a quien llega con la pasión de curioso observador, realizar un recorrido a los jardines de Augusto a poca distancia de la Cartuja de San Giacomo; el camino –obligado– es la Vía Krupp, con su portentosa escalera escarbada en la roca; la vía de Tragara al atardecer cuando la luz es más sugestiva; los farallones, esplendorosos, teniendo a lo lejos las costas sorrentinas; la “Cueva Azul”, los baños de Tiberio y, yo, el narrador, atento a contemplar la mansión de Curzio Malaparte cuyo nombre es “Casa Come Me” (Casa como uno).

En ella, el autor de “La Piel”, “Kaputt”, “Madre marchita”, “Técnica del golpe de Estado”, pasó largas temporadas enardecidas acompañado de un fiel perro con el que dialogaba.

La morada, definida como “triste, rígida y severa”, se alza, como un barco a punto de salir del caladero al encuentro del mar en Punta Massullo, y es de una indescriptible crudeza semejante a la escritura del toscano.

De regreso, y si el turista se halla animado, una subida a “Villa San Miguel”, hogar de Axel Munthe y en la que el autor sueco, médico y filántropo, pasó buena parte de su vida, y donde surgió “Historia de San Michele”, unas páginas admirables que recomendaría leer.

Hay en una de las galerías de la vivienda la escultura de un Hermes que descansa, y él, un dios del Olimpo, personifica el símbolo mundano de la isla: el perenne viaje hacia la propia substancia del placer interior.

Sófocles –el llamado padre de la tragedia– encorvado entre sus huesos y rozando la muerte al trasluz opaca de su mirada, borroneó plenamente lúcido estas palabras:

“Los largos días acumulan mucho, / más cercano al pesar que el gozo. /…La muerte por fin, la libertadora. / No haber nacido es lo mejor. / Luego, cuando se ha visto la luz, / es volver pronto al lugar en que se vino. / Cuando ha pasado la juventud y sus veleidades, / ¿qué dolores no sentimos, qué pesares no conocemos?”.

Esas expresiones nos dicen que el autor de “Antígona” y “Edipo rey”, supo abrir en carnada el espíritu humano.

Ya de vuelta a Nápoles, la remembranza adherida a la piel anunciaba una brisa que ya conocíamos y dejaba de ser desolación. Quizás lo supimos en aquel entonces: al haber sido jóvenes, saboreamos hasta la extenuación licores en ánforas de barro y nos deleitamos, tras los visillos de una habitación cuyas sábanas olían a canela y los besos eran substancias enardecidas, cubiertas con las misma voces de los rapsodas que hablaron del mejor amor posible sobre las baladas de los poetas helenos.

Uno de ellos, Homero, rubricó las palabras al peregrinar sobre ritos sacros moldeados de vivencias paganas. Lo había ya predestinado: No hemos cimentado atajos para escapar de la propia subsistencia, los forjamos en Capri con el deseo de que no sea convierta la subsistencia en un itinerario efímero.

rnaranco@hotmail.com
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