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Escribir es doblar el espíritu

Escribir es sufrir. Doblarse uno dentro de sí mismo en todos los personajes imaginables que la razón cuantiosas veces rechaza. La verdad no posee rostro, solamente sudor traspasando el raciocinio, indescifrables miedos e infinidad de dudas...

  • RAFAEL DEL NARANCO

24/04/2022 05:07 am

El humano que soy envuelto en incertidumbres, vientos de sequedad sobre el espíritu, con dudas agrietadas unas veces, otras recubiertas de esperanzas, concibe mal la existencia sin los libros, aún siendo muy cierto que sin ellos igualmente se hacen senderos de vida.

En nuestro existir hay abundancia de pasión, sacrificio, traición envilecida, materia inacabable con la cual tendremos historias suficientes para llenar el Gran Espectáculo del Mundo.

En esta columna el lector notará fácilmente las trazas que han ido quedando en otros escritos, hojuelas que unas veces mojan y otras no empapan. Somos autores de una sola página repitiéndose infinidad de veces. La vida, toda ella, es igual o muy parecida: un arduo caminar pisando idénticos surcos, con la salvedad de que cuando ya conocemos con certeza el sendero a seguir, el cuerpo se halla cansado, el espíritu hendido y en la cercana lontananza se divisa el fin del arduo peregrinar.

Soy una entelequia humana de pocos y fijos textos literarios como podrá comprobar todo lector de estos escritos semanales.

Cruzado mi propio Rubicón –y cada uno de una forma u otra tiene el suyo propio- no dispongo de la capacidad, ni la avidez, para enfrentarme a nuevas cuartillas, mientras el tiempo me ha ido ubicando en el sitial en que todo sosiego se atempera, y el vientecillo de las remembranzas solamente ayuda a saber que los años han tenido conmigo andanadas insuperables vueltas entre anhelos, zozobras y éxodos.
 
Leer no es solamente existir: significa con demasiada frecuencia enfrentarse a dudas, temores y una necesidad de intentar saber lo que había detrás de la página siguiente.
 
Creo tener la certeza de que si un hombre leyera a lo largo de su existencia solamente la tragedia “Hamlet”, allí hallaría todo lo necesario sobre el ser humano.

Lo expresó Víctor Hugo en el prólogo que hizo de las obras del bardo anglosajón: “¡Hamlet! Espantoso ser en lo incompleto. Serlo todo y no ser nada. Es príncipe y demagogo, sagaz y extravagante, profundo y frívolo, hombre y neutro... juega con cráneos humanos en un cementerio, aterra a su madre, venga a su padre, y termina con un gigantesco signo de interrogación el temeroso drama de la vida y de la muerte”.
 
Concerniente al nacido en la población de Stratford-upon-Avon puede aseverarse todo. En sus tragedias hay el orbe con cada uno de sus rostros. Harold Bloom, profundo conocedor del gran autor, menciona un prefacio de Samuel Johnson encabezando una edición de las obras teatrales del prolífico dramaturgo:
 
“Éste es el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquél cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores, pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño hacerse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones”.
 
La mitología grecolatina señala que Sísifo, rey de Corinto, célebre por su astucia, al morir fue castigado al averno, y para no permitirle hacer uso de ninguno de sus conocidos trucos, debía empujar hasta la cima de una montaña una pesada piedra, pero ésta, antes de llegar a la cúspide, caía, por lo que Sísifo debía comenzar de nuevo.
 
Y en eso debe estar en estos mismos instantes el propio Hamlet. Personaje espeluznante, sarcástico, si no hubiera asumido las dos partes humanas en que la arcilla y el espíritu se abrazan intentando perpetuarse sobre el destino que la mayoría de las veces es brutal.

No lo sabremos, y aún así es previsible que el Príncipe de Dinamarca -si Shakespeare no lo encadenara a su irremediable destino-, hubiera podido dialogar con su propio yo, y con ello defenderse de su insaciable destino e impedir que se encontrara envuelto en tantos brutales asesinatos. En el castillo de Elsinor, solamente faltó despedazar a los caballos y a cada uno de los criados de la cocina.

Shakespeare era un actor considerable, y lo dicen bien las crónicas de entonces. Para él, las puestas en escena en el Teatro The Globe de Londres debieran ser despiadadas y apoteósicas. Así era la época. Igualmente se debate –y la Universidad de Oxford así lo atribuye- que varias de las obras las escribió el dramaturgo, poeta y traductor Christopher Marlowe, del que Anthony Burgess, el mismo de “La naranja mecánica”, lo matizó en “Un hombre muerto en Deptford”. En esa narración, las dudas y las certezas se dan la mano sin llegar a una decisión sólida: ¿Era a la vez Shakespeare? Dilema aún no resuelto.
 
Escribir es sufrir. Doblarse uno dentro de sí mismo en todos los personajes imaginables que la razón cuantiosas veces rechaza. La verdad no posee rostro, solamente sudor traspasando el raciocinio, indescifrables miedos e infinidad de dudas sin ninguna respuesta.
 
Pensando en Marlowe, recordamos que el emperador Adriano, al trasluz de la creación literaria de Marguerite Yourcenar, nos ha adiestrado a soportar los golpes de los años.
 
Mientras el amo del mundo entonces esperaba en su Villa de Tivoli la llega de Hermógenes, su médico, escribe: “Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo”.

Hay libros marcan sobre nuestra piel adolorida los mismos surcos.

rnaranco@hotmail.com


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