Palabras de apego y nostalgia
RAFAEL DEL NARANCO. Al presente, Caracas, aún con sus virulentos recovecos, amarguras y pesadumbres, sigue estando en la memoria de nosotros como esas evocaciones de la niñez
Poseemos una necesidad imperante de expresarnos y nos viene de un tiempo inmemorial. Uno escribe perennemente de cualquier referencia; son ya tantos los años narrando acaecimientos del vivir cotidiano -para que no se haga olvido el tiempo esparcido que nos rodea- que sin darnos cuenta nos hemos convertido en cronistas de lo efímero.
Cada mañana, rozando el alba -en el instante mismo en que el cielo sobre el mar Mediterráneo en que ahora moro y quizás sea la última pausa del largo camino, comienza a expandirse en un tono anaranjado, como si algo estuviera comenzando a encenderse en la lejanía- abrimos el balconcillo esperando que el aire de la madrugada nos ayude a soportar el nuevo día. Algunas veces lo hace; otras, nos lleva entre vericuetos de pesadumbres y nostalgia hacia la lejana Caracas. No hay enmienda: uno ama lo que conoce.
Quizás sea una simpleza, pero al estar cada ser humano cimentado de detalles, acciones superficiales unas, esperanzadas otras, tanto como estas líneas escritas al despuntar la claridad del día, necesita de esos tips emocionales con el deseo de apuntalar la perseverancia que nos ayude a forjar anhelos no realizados que quizás no vengan ya a nuestro encuentro.
No importa: se vive de pródigas maneras, y tal vez la más deseada es asumir perennemente las esperanzas de alcanzar los ansiados afanes idealizados.
Lo sabemos a cuenta de la continua usanza: hay vidas constituidas con páginas de manuales, vientos de sequeral, calzadas polvorientas, crestas desabrigas, cortas pasiones o remembranzas sin fin. La nuestra se levantó sobre ciudades recónditas, pueblos sin nombre, calles, placitas, recodos de caminos, esquinas de amores oscuros y avenidas bordeadas de chopos y olmos.
Uno concluye unido a los objetos por hábito y, cuando los conoce, terminan siendo parte de la cotidiana existencia de cada uno de ellos. Alguien lo ha expresado con sapiencia: al final nos envolvemos de lo que percibimos y manoseamos durante años.
Caracas, urbe a la que tuve que renunciar tras años de querencias a partes iguales, es una de las metrópolis más desmanteladas que sentidos humanos pudieran hurgar; sin apenas arquitectura perdurable, plazas ni paseos apetecibles, barrios infrahumanos, pináculos de basura en cada lugar, con un río, el Guaire, convertido en una albañal, y aún con todo ese desasosiego, no ha conseguido borrar los sentimientos que nos inundan de nostalgia al recordarla. Es sabido que uno siente querencia por todo lo que le ha ido uniendo durante años entre los entretelones de nuestros apegos más íntimos.
Es maniático y certero, a su vez, hablar de Caracas. Ella, a pesar de lo que enunciamos, posee un linaje de cultura sorprendente levantado a lo largo de su linajuda historia, y en medio, sería suficiente mirar desde el valle la impresionante cordillera del Ávila para que el mal talante descienda y deje paso a un sosiego interior.
Esa serranía es un bálsamo, el sedante de cada caraqueño. Y la gente -un crisol de colores sobre la piel- abriéndose con facilidad a la conversación, al diálogo espontáneo y, en medio, la expresión “pana”: un salvoconducto amistoso de obligado cumplimiento.
Sus habitantes no gozan a primera impresión de mucha erudición, ese donaire intelectual que imprime carácter a las grandes metrópolis, pero les sobra gracia, galanura y ese tufillo barnizado de sapiencia popular que es la verdadera esencia trascendental de todo conglomerado humano.
Uno siente, y más ahora en la lejanía, la cadencia imperecedera de esa urbe tan mía a pesar de ella misma.
Tengo el concepto, indebido sin duda, de que a la capital los escritores la han acicalado poco, y no es así. Nos viene a la memoria un libro recapitulado por Ana Teresa Torres -“Fervor de Caracas”-, en el cual se manifiestan los mensajes de los juglares que la ciudad tuvo. En sus páginas, a la “sultana del Ávila” se la envuelve entre el amor y el olvido, el despecho y la pasión desmedida con la melancolía que crece al no estar cerca de ella.
En sus páginas transitan desde Rufino Blanco Fombona, José Ramón Pocaterra, Arturo Uslar Pietri, a Mariano Picón Salas, Guillermo Meneses, Salvador Garmendia, Yolanda Pantin, Aquiles Nazoa, José Ignacio Cabrujas, Eugenio Montejo, Adriano González León, Gisela Kozak…
En la actualidad la metrópoli parece no tener querencias, solamente el cerro Guaraira Repano sigue invitando a la inventiva de las palabras, pero éstas hoy, cansinas y dolientes, se hallan exiladas. El valle, antaño huerto florido, placentero y risueño, se volvió una descorazonada angustia.
Al presente, Caracas, aún con sus virulentos recovecos, amarguras y pesadumbres, sigue estando en la memoria de nosotros como esas evocaciones de la niñez que siempre, aún en la edad adulta, nos son deseadas al volverse prodigiosas sobre el recuerdo apreciado.
rnaranco@hotmail.com
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