Solo hay un amor
Comentaremos sobre la primera mujer clave en la vida Maurois. Fue una joven ruso-polonesa nacida y criada en Suiza, de tan solo 16 años, llamada Jane-Wanda Szymkiewicz. Se conocieron en Ginebra en el año 1909 y Emile sintió un flechazo a primera vista...
Este es el sugestivo nombre de una biografía sobre Emile Herzog, que se convirtió en André Maurois, trazada en el año 2003 por la escritora Dominique Bona, miembro de la Academia Francesa. André Maurois fue un extraordinario escritor normando que vivió entre los años 1885 y 1967, nacido en una acaudalada familia de industriales judíos. Maurois tuvo una dilatada producción literaria llena de biografías fabulosas como las de Voltaire, Shelley, Victor Hugo, Lord Byron, Gorge Sand, Marcel Proust, Balzac y otros, además de obras insustituibles como “Un arte de vivir”, o “Carta abierta a la juventud de hoy”.
Sin embargo, el libro de Dominique Bona está escrito con una mirada puesta no en las obras intelectuales de Maurois, sino en sus pasiones: “Leer y hacer el amor eran sus ocupaciones preferidas”, cita la autora para pintarnos el perfil humano del erudito. Esta biografía nos pasea por las historias de tres mujeres absolutamente diferentes, y todas muy importantes en la vida de Maurois. Para ubicarnos en el rasgo afectivo del escritor Bona cita a Balzac: “No hay dos amores en la vida de un hombre; hay uno solo, profundo como el mar, pero sin orillas”.
Hoy comentaremos únicamente a la primera mujer clave en la vida Maurois. Fue una joven ruso-polonesa nacida y criada en Suiza, de tan solamente 16 años, llamada Jane-Wanda Szymkiewicz. Se conocieron en Ginebra en el año 1909 y Emile sintió un flechazo a primera vista, que con el tiempo se convirtió en pasión desenfrenada. El francés de 24 años, con buen bolsillo y buena educación, quedó subyugado con la altura de esta joven de 1 metro 74 centímetros, y con el óvalo perfecto de su cara; “fresco e ingenuo”. Su largo cuello, silueta estilizada, manos largas, y movimientos ligeros, le hacían ver en ella a las heroínas de las novelas de Stendhal, o de Madame de Lafayette que tanto disfrutaba. Ninguna de las otras mujeres con quienes se había ligado, ni su amante en París, le habían causado ese vértigo. Enseguida la invitó a pasear al parque de “Eaux-Vives”, y a las orillas del lago Leman nació su amor. Janine, como prefería que la llamaran, era de temperamento amplio y bastante libre a pesar de su corta edad. Sin esa pasión violenta que embriagó a Emile, la rubia que se sabía bella y nació seductora, aceptó el cortejo del francés y le dio esperanzas porque le pareció de buena presencia, culto, amable y galante.
Franca a su manera, en una forma que nadie sabía en el fondo lo que ella pensaba, Janine le expresaba a Emile más deseos que sentimientos. Quería salir de su casa, ubicada en un barrio sin gracia de Ginebra, donde su madre y abuela compartían su vida con mucho cariño, sin ningún tipo de lujos, y con la disciplina que se acostumbraba en esa época. Ella deseaba ser libre.
Emile regresa a Francia y el amor a distancia no duró mucho, porque un buen día Janine toca la puerta del apartamento de soltero de Emile, en la parisina rue de Madrid, detrás de la “Gare Saint-Lazare”. Se había fugado de Ginebra para no volver, siendo todavía menor de edad. Emile viaja para negociar con su madre, prometiéndole encargarse de la educación de Janine y de su mantenimiento. Con una astucia que no es común en un hombre locamente enamorado, la envía a estudiar a Brighton, en Inglaterra, y así evita una situación aún más comprometedora. Emile la visita a menudo y el amor continúa, para casarse el 30 de octubre de 1912 en la iglesia de la Trinité, en París. Ella ya tiene 19 años, y él 27. La novia aparece vestida de negro, dejando boquiabiertos a los mesurados padres de Emile. Probablemente, fue un presagio de lo que venía.
Janine fue siempre un alma libre y despreocupada. Dotada con una frivolidad exquisita que encandilaba a Emile, ella gastaba el dinero de su esposo sin ningún tipo de medida. No podía dejar de pensar en una vida mundana que inevitablemente colisionaba con la vida más austera de los Herzog. Por eso se alejó de la aburrida casa de sus suegros en Elbeuf, cerca de Rouen, para sentirse mucho más libre en París. Su matrimonio estuvo lleno de desencuentros, infidelidades y abandonos. El fracaso estaba decretado, quizás desde el inicio de su relación.
Maurois escribió una novela titulada “Climas” que se publicó en el año 1929, la cual sin ser totalmente autobiográfica describe el tipo de amor obsesivo que él sintió por Janine. Allí aparece su pasión tóxica desentonando con la indiferencia serena, frívola y amable de una mujer bella, incapaz de ser fiel o amar con dedicación. Maurois experimentó el masoquismo y la resignación. “Comprender todo, es perdonar todo”. Varias versiones cinematográficas se han hecho sobre esa novela. Una de las mejores fue dirigida por Caroline Huppert en el año 2012, protagonizada por la hermosa Raphaelle Agogé.
Janine murió de una septicemia en 1924, y André Maurois encontró cierto consuelo en su vida con otras dos mujeres: La parisina Simone de Caillavet, y luego la peruana María Rivera. Sin embargo, el fantasma de Janine lo persiguió hasta su muerte.
alvaromont@gmail.com
Sin embargo, el libro de Dominique Bona está escrito con una mirada puesta no en las obras intelectuales de Maurois, sino en sus pasiones: “Leer y hacer el amor eran sus ocupaciones preferidas”, cita la autora para pintarnos el perfil humano del erudito. Esta biografía nos pasea por las historias de tres mujeres absolutamente diferentes, y todas muy importantes en la vida de Maurois. Para ubicarnos en el rasgo afectivo del escritor Bona cita a Balzac: “No hay dos amores en la vida de un hombre; hay uno solo, profundo como el mar, pero sin orillas”.
Hoy comentaremos únicamente a la primera mujer clave en la vida Maurois. Fue una joven ruso-polonesa nacida y criada en Suiza, de tan solamente 16 años, llamada Jane-Wanda Szymkiewicz. Se conocieron en Ginebra en el año 1909 y Emile sintió un flechazo a primera vista, que con el tiempo se convirtió en pasión desenfrenada. El francés de 24 años, con buen bolsillo y buena educación, quedó subyugado con la altura de esta joven de 1 metro 74 centímetros, y con el óvalo perfecto de su cara; “fresco e ingenuo”. Su largo cuello, silueta estilizada, manos largas, y movimientos ligeros, le hacían ver en ella a las heroínas de las novelas de Stendhal, o de Madame de Lafayette que tanto disfrutaba. Ninguna de las otras mujeres con quienes se había ligado, ni su amante en París, le habían causado ese vértigo. Enseguida la invitó a pasear al parque de “Eaux-Vives”, y a las orillas del lago Leman nació su amor. Janine, como prefería que la llamaran, era de temperamento amplio y bastante libre a pesar de su corta edad. Sin esa pasión violenta que embriagó a Emile, la rubia que se sabía bella y nació seductora, aceptó el cortejo del francés y le dio esperanzas porque le pareció de buena presencia, culto, amable y galante.
Franca a su manera, en una forma que nadie sabía en el fondo lo que ella pensaba, Janine le expresaba a Emile más deseos que sentimientos. Quería salir de su casa, ubicada en un barrio sin gracia de Ginebra, donde su madre y abuela compartían su vida con mucho cariño, sin ningún tipo de lujos, y con la disciplina que se acostumbraba en esa época. Ella deseaba ser libre.
Emile regresa a Francia y el amor a distancia no duró mucho, porque un buen día Janine toca la puerta del apartamento de soltero de Emile, en la parisina rue de Madrid, detrás de la “Gare Saint-Lazare”. Se había fugado de Ginebra para no volver, siendo todavía menor de edad. Emile viaja para negociar con su madre, prometiéndole encargarse de la educación de Janine y de su mantenimiento. Con una astucia que no es común en un hombre locamente enamorado, la envía a estudiar a Brighton, en Inglaterra, y así evita una situación aún más comprometedora. Emile la visita a menudo y el amor continúa, para casarse el 30 de octubre de 1912 en la iglesia de la Trinité, en París. Ella ya tiene 19 años, y él 27. La novia aparece vestida de negro, dejando boquiabiertos a los mesurados padres de Emile. Probablemente, fue un presagio de lo que venía.
Janine fue siempre un alma libre y despreocupada. Dotada con una frivolidad exquisita que encandilaba a Emile, ella gastaba el dinero de su esposo sin ningún tipo de medida. No podía dejar de pensar en una vida mundana que inevitablemente colisionaba con la vida más austera de los Herzog. Por eso se alejó de la aburrida casa de sus suegros en Elbeuf, cerca de Rouen, para sentirse mucho más libre en París. Su matrimonio estuvo lleno de desencuentros, infidelidades y abandonos. El fracaso estaba decretado, quizás desde el inicio de su relación.
Maurois escribió una novela titulada “Climas” que se publicó en el año 1929, la cual sin ser totalmente autobiográfica describe el tipo de amor obsesivo que él sintió por Janine. Allí aparece su pasión tóxica desentonando con la indiferencia serena, frívola y amable de una mujer bella, incapaz de ser fiel o amar con dedicación. Maurois experimentó el masoquismo y la resignación. “Comprender todo, es perdonar todo”. Varias versiones cinematográficas se han hecho sobre esa novela. Una de las mejores fue dirigida por Caroline Huppert en el año 2012, protagonizada por la hermosa Raphaelle Agogé.
Janine murió de una septicemia en 1924, y André Maurois encontró cierto consuelo en su vida con otras dos mujeres: La parisina Simone de Caillavet, y luego la peruana María Rivera. Sin embargo, el fantasma de Janine lo persiguió hasta su muerte.
alvaromont@gmail.com
Siguenos en
Telegram,
Instagram,
Facebook y
Twitter
para recibir en directo todas nuestras actualizaciones