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Pensar con las palabras, según André Maurois

No caigamos nosotros en la tentación de ignorar las consecuencias de nuestras palabras. Mucho menos los hombres públicos. Con las palabras uno puede decir todo, pero también podemos hacer mucho daño, así que pensemos bien antes de pronunciarlas.

  • ÁLVARO MONTENEGRO FORTIQUE

06/12/2021 05:04 am

El debate académico sobre si escribir ayuda a pensar, que constantemente mantenemos con nuestros alumnos en la Escuela de Comunicación Social de la UCV, lo enfocaba el intelectual francés André Maurois desde una mirada diferente, práctica, lógica y sencilla. En su obra “Un arte de vivir” Maurois, acaudalado escritor normando de origen judío que vivió entre los años 1885 y 1967, nos llama la atención sobre la diferencia de pensar con el cuerpo y pensar con las palabras, en un capítulo dedicado al arte de pensar.

Maurois primero define pensar como el esfuerzo del hombre por adivinar o prevenir, combinando símbolos e imágenes, los efectos que producirán sus actos entre las cosas reales. En consecuencia para actuar bien hace falta pensar bien, infiere Maurois usando como referencia las reflexiones del matemático Blaise Pascal, quien afirmaba que en pensar bien residía el principio de la moral.
 
En la obra citada, el intelectual afirma que los pensamientos mejor adaptados a la realidad de las cosas son aquellos que implican pensar con el cuerpo. Utiliza el ejemplo de un gato, que reflexiona con sus músculos y sus ojos cuando salta a una mesa llena de objetos frágiles, posando con gracia cada una de sus patas en el lugar preciso sin rozar ni una taza ni una copa. El gato brinca con gestos que parecen naturales, pero suponen un cálculo riguroso para escoger con precisión cada punto de apoyo, cada posición, hacia dónde debe mover su cabeza, sus ojos, patas o espalda. Sin embargo, esos cálculos no son conscientes, nos asegura Maurois, así como tampoco lo son los rápidos movimientos del jugador de tenis, del futbolista, el esgrimista, o el acróbata, quienes también piensan con sus cuerpos. En el fragor de sus contiendas, ninguno tiene el tiempo de decirse qué debe hacer. Durante los instantes decisivos actúan casi por instinto. Piensan con su cuerpo.

Maurois profundiza su razonamiento anotando que existen seres vivos que piensan con el cuerpo de otros, como los animales de hordas. El pánico entre el ganado, ovejas, o caballos se contagia a la manada, y en ese momento cada uno corre, no porque conozca o comprenda la causa del pánico, sino porque su experiencia o su instinto le advierte que aquel que no corra quedará desprotegido a merced de sus enemigos. El intelectual lleva este razonamiento a los humanos, afirmando que los hombres en estado salvaje, las masas, y los niños, son también muy sensibles a los pensamientos corporales o instintivos. En dos enamorados reconciliándose, un suspiro tierno resulta en la sonrisa del otro. En ese momento las palabras sobran, porque están pensando con sus cuerpos. El estremecimiento al recibir una caricia, vale más que cualquier argumentación verbal.
 
Pensar con las palabras es mucho más elaborado. Si el topo piensa con sus patas, ellas no pueden medir las consecuencias de hacer tantos huecos, ni lo molesto que pueden resultar los montículos de tierra que dejó en un jardín a su paso. En cambio, un hombre de Estado debe reflexionar mucho antes de hablar porque sus palabras tienen consecuencias muy importantes. Para Maurois, en la boca de un dirigente no vale aquella vieja conseja que establece: “No me juzgues por lo que digo, sino por lo que hago”.
 
El hombre que piensa con las palabras mueve sonidos o signos, no objetos palpables como el obrero que mueve ladrillos. Maurois afirma que eso convierte la acción en algo mucho más fácil, pero con mayores consecuencias que implican mucha más responsabilidad. Usa el ejemplo de pronunciar la palabra té en el restaurante de un hotel. Esa sola palabra implica que en unos minutos llegará a su mesa una taza con un plato pequeño, cucharilla, azúcar, leche, galletas, una bolsita de té, una jarrita de agua muy caliente y otra cantidad de cosas que implican una complejidad de operaciones reales y necesarias para que usted se tome su té. Eso sin considerar el campesino que sembró la planta en otro país, el que recogió la cosecha cuando convenía, el transporte hacia su destino final, la vaca que produjo la leche, y tantas cosas más que se movieron al pronunciar una sílaba. El hombre que piensa con sus manos se puede limitar a lo que toca, en cambio, el hombre que piensa con las palabras pone en movimiento sin ningún esfuerzo físico a toda una organización, a ejércitos, y a pueblos enteros.

Debido a eso, nos recuerda el autor, el lenguaje fue considerado por los hombres primitivos como un instrumento con poderes mágicos. Los efectos que puede tener una sola palabra son asombrosos. Los hindúes del inglés Rudyard Kiplin, célebre por haber escrito “El libro de la selva”, buscaban afanosamente una “palabra maestra”. Esa que les daría autoridad sobre los hombres y las cosas. En los cuentos de Las Mil y una Noches la frase era mágica era “ábrete sésamo”. Toda sociedad usa palabras que abren las puertas, y otras que evocan espíritus del mal.

El problema es que el tiempo que pasa entre el error al pronunciar una palabra, y el castigo que se recibe por haberlo hecho, resulta casi siempre demasiado largo. Por eso el hombre que piensa con las palabras muchas veces no mide sus consecuencias. Maurois nos recuerda que cuando Napoleón III pronunció la frase abstracta: “Hay que respetar el principio de las nacionalidades”, destruyó en ese momento, seguramente sin querer, la idea de una Europa moderna. Afortunadamente, la historia corrigió la idea. No caigamos nosotros en la tentación de ignorar las consecuencias de nuestras palabras. Mucho menos los hombres públicos. Con las palabras uno puede decir todo, pero también podemos hacer mucho daño, así que pensemos bien antes de pronunciarlas.

alvaromont@gmail.com

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