Esa amarga soledad del tumulto
"Lo protervo -señaló la amiga serbia tan bella en su juvenil mirada– es esa capa de barniz histórico distinto en cada nación. Somos europeos, sí, pero no nos conocemos. El mundo de cada uno se encierra en sí mismo creando la amarga soledad del tumulto".
Frecuentemente uno intenta plasmar pensamientos sobre estas cuartillas con la pretensión de no ser meramente una indicación gacetillera, o ese recuerdo del tiempo en el que hemos ido dejando mendrugos de supervivencia en recodos, debido a la apetencia de cumplir la misión de cada amanecer: ese compromiso con la escritura que, indudablemente, no es poco.
La existencia es belleza, agraciada, no obstante, rediez, qué cuesta arriba se hace verla.
Subrayar palabras, llenar uno o dos folios, es una ocupación que involucra la pretensión de comunicarse con los demás humanos, ya que en palabras de John Donne, “nadie es una isla”, y a balance de ello, no preguntes por quién doblan las campanas: lo hacen permanentemente por cada uno de nosotros.
Ahora, su tañer nos abruma al asumir el papel en blanco el deber de colmarlo de emociones deseosas de expandir vivencias un poco más allá de nosotros mismos ya que, fundidos en un todo humano, integramos parte de la humanidad con todos requiebros, honduras, deseos y sentimientos.
Hay otoños temerosos de abandonar la luz tenue del reciente verano que acaba de irse, y éste de ahora, que comienza todavía sobre los peñascales umbríos del Coronavirus, es uno de ellos.
Asomado al ventanal palpo el sabor a salitre. Ahí, muy cerca, está el “Mare nostrum”, el Mediterráneo de los romanos, ese lago cerúleo bordeado todo él de civilizaciones que fueron cambiando conflagraciones y filosofía, eternidades, plegarias, poesía y pasiones lascivas.
Ese trovador afectivo que siempre ha sido Joan Manuel Serrat, nos ofreció, cuando él y nuestra generación éramos jóvenes, el mejor poema sensitivo y amoroso ofrendado al impetuoso charco del levante español:
“A tus atardeceres rojos / se acostumbraron mis ojos / como el recodo al camino. / Soy cantor, soy embustero, / me gusta el juego y el vino, / tengo alma de marinero. / ¿Qué le voy a hacer, si yo nací en el Mediterráneo?”.
Aún así lo confieso: soy más hombre de secano que de agua marina, gabarra encallada donde aún se guarece, timorato, un niño mirando con ojos asustadizos una masa azulina llegando arremolinada a nuestro encuentro.
El mar, la mar, dubitativa masa abierta a los crepúsculos y marejadas al encuentro de los cuatro puntos cardinales. Siempre creí saberlo: la razón de viajar es huir; así, en momentos de flagelación interior, es sugestivo saborear las horas recobradas en cada espacio de la memoria.
Algunas veces es fácil narrar viajes en predios sin costas, puertos ni barcazas, solamente las que suben y bajan entre los ríos; mientras otras se hacen taciturnas, esquivas, y aún así, nos dejan un paisaje que permanece en la percepción de las retinas como una tarjeta vivencial policromada.
Entre tantos recuerdos -unos emotivos, otros envueltos en calina- se divisa ahora la ciudad de Belgrado igual a una profunda querencia inamovible entre las comisuras de la piel.
Uno ambulaba a paso de gorrión entre las calles de la capital balcánica hasta lo alto del parque de Kalemegdan, atesorando portento de la historia centroeuropea. A lo lejos, tras la columnata de “El Vencedor”, se divisan las grandes llanuras que parten al encuentro de Hungría. Se sale de aquel arbolado con la sensación de que la propia mirada se ha enardecido más.
“Lo protervo -señaló la amiga serbia tan bella en su juvenil mirada– es esa capa de barniz histórico tan distinto en cada nación. Somos europeos, sí, pero no nos conocemos. El mundo de cada uno se encierra en sí mismo creando la amarga soledad del tumulto”.
Compartíamos un licor agrio de ciruela con la calma de una charla que hoy ansío no olvidar.
Dice Robert D. Kaplan, que cuando John Reed –autor de “Diez días que conmovieron al mundo”- llegaba a Belgrado, una vez instalado en el hotel Moskva, caminaba hasta la calle Pariska y desde allí se dirigía hasta el parque de Kalemegdan.
La visita de Reed se producía en el intervalo de las ocupaciones austrohúngaras durante la epidemia de tifus que devastaría la ciudad, y recordaba que desde aquella altura había una sorprendente vista sobre el río Danubio. Y es innegable.
Es mucho tiempo después, al regresar sobre esa misma vía, muy cerca del solar en que se levantó el antiguo hotel Srbski Kralj (Rey Serbio), lugar de hospedaje de Rebeca West, la autora de “La oveja negra y el halcón gris”, y una vez ya en el bulevar Kneza Mihaila, es cuando nos damos cuenta de la hermosura de la metrópoli eslava.
Policromada en algunas partes, algo gris en otras, y fría con frecuencia, es una urbe que invita a recorrerla en tranvía, sin prisa, mirando tras los cristales y observando la esencia de un país y una raza que ha padecido cada una de las adversidades políticas que durante siglos han sufrido los Balcanes, una heredad doliente en donde la raza eslava -enormemente sufridora- han pagado su libertad sobre desgarradas tragedias, no habiendo visto aún la esperanzada luminiscencia de la anhelada libertad.
Al presente se acaricia una evocación sensitiva sobre las aguas del Sava cercando la isla de Ada Ciganlija, mientras Nicolas Bouvier, fotógrafo y escritor suizo, expande un nuevo éxodo añadiéndolo a “Los caminos del mundo”, al instante que pronuncia con experiencia: “Uno cree que va hacer un viaje, pero es el viaje quien lo hace o le deshace”. Indudablemente certero en Los Balcanes.
rnaranco@hotmail.com
La existencia es belleza, agraciada, no obstante, rediez, qué cuesta arriba se hace verla.
Subrayar palabras, llenar uno o dos folios, es una ocupación que involucra la pretensión de comunicarse con los demás humanos, ya que en palabras de John Donne, “nadie es una isla”, y a balance de ello, no preguntes por quién doblan las campanas: lo hacen permanentemente por cada uno de nosotros.
Ahora, su tañer nos abruma al asumir el papel en blanco el deber de colmarlo de emociones deseosas de expandir vivencias un poco más allá de nosotros mismos ya que, fundidos en un todo humano, integramos parte de la humanidad con todos requiebros, honduras, deseos y sentimientos.
Hay otoños temerosos de abandonar la luz tenue del reciente verano que acaba de irse, y éste de ahora, que comienza todavía sobre los peñascales umbríos del Coronavirus, es uno de ellos.
Asomado al ventanal palpo el sabor a salitre. Ahí, muy cerca, está el “Mare nostrum”, el Mediterráneo de los romanos, ese lago cerúleo bordeado todo él de civilizaciones que fueron cambiando conflagraciones y filosofía, eternidades, plegarias, poesía y pasiones lascivas.
Ese trovador afectivo que siempre ha sido Joan Manuel Serrat, nos ofreció, cuando él y nuestra generación éramos jóvenes, el mejor poema sensitivo y amoroso ofrendado al impetuoso charco del levante español:
“A tus atardeceres rojos / se acostumbraron mis ojos / como el recodo al camino. / Soy cantor, soy embustero, / me gusta el juego y el vino, / tengo alma de marinero. / ¿Qué le voy a hacer, si yo nací en el Mediterráneo?”.
Aún así lo confieso: soy más hombre de secano que de agua marina, gabarra encallada donde aún se guarece, timorato, un niño mirando con ojos asustadizos una masa azulina llegando arremolinada a nuestro encuentro.
El mar, la mar, dubitativa masa abierta a los crepúsculos y marejadas al encuentro de los cuatro puntos cardinales. Siempre creí saberlo: la razón de viajar es huir; así, en momentos de flagelación interior, es sugestivo saborear las horas recobradas en cada espacio de la memoria.
Algunas veces es fácil narrar viajes en predios sin costas, puertos ni barcazas, solamente las que suben y bajan entre los ríos; mientras otras se hacen taciturnas, esquivas, y aún así, nos dejan un paisaje que permanece en la percepción de las retinas como una tarjeta vivencial policromada.
Entre tantos recuerdos -unos emotivos, otros envueltos en calina- se divisa ahora la ciudad de Belgrado igual a una profunda querencia inamovible entre las comisuras de la piel.
Uno ambulaba a paso de gorrión entre las calles de la capital balcánica hasta lo alto del parque de Kalemegdan, atesorando portento de la historia centroeuropea. A lo lejos, tras la columnata de “El Vencedor”, se divisan las grandes llanuras que parten al encuentro de Hungría. Se sale de aquel arbolado con la sensación de que la propia mirada se ha enardecido más.
“Lo protervo -señaló la amiga serbia tan bella en su juvenil mirada– es esa capa de barniz histórico tan distinto en cada nación. Somos europeos, sí, pero no nos conocemos. El mundo de cada uno se encierra en sí mismo creando la amarga soledad del tumulto”.
Compartíamos un licor agrio de ciruela con la calma de una charla que hoy ansío no olvidar.
Dice Robert D. Kaplan, que cuando John Reed –autor de “Diez días que conmovieron al mundo”- llegaba a Belgrado, una vez instalado en el hotel Moskva, caminaba hasta la calle Pariska y desde allí se dirigía hasta el parque de Kalemegdan.
La visita de Reed se producía en el intervalo de las ocupaciones austrohúngaras durante la epidemia de tifus que devastaría la ciudad, y recordaba que desde aquella altura había una sorprendente vista sobre el río Danubio. Y es innegable.
Es mucho tiempo después, al regresar sobre esa misma vía, muy cerca del solar en que se levantó el antiguo hotel Srbski Kralj (Rey Serbio), lugar de hospedaje de Rebeca West, la autora de “La oveja negra y el halcón gris”, y una vez ya en el bulevar Kneza Mihaila, es cuando nos damos cuenta de la hermosura de la metrópoli eslava.
Policromada en algunas partes, algo gris en otras, y fría con frecuencia, es una urbe que invita a recorrerla en tranvía, sin prisa, mirando tras los cristales y observando la esencia de un país y una raza que ha padecido cada una de las adversidades políticas que durante siglos han sufrido los Balcanes, una heredad doliente en donde la raza eslava -enormemente sufridora- han pagado su libertad sobre desgarradas tragedias, no habiendo visto aún la esperanzada luminiscencia de la anhelada libertad.
Al presente se acaricia una evocación sensitiva sobre las aguas del Sava cercando la isla de Ada Ciganlija, mientras Nicolas Bouvier, fotógrafo y escritor suizo, expande un nuevo éxodo añadiéndolo a “Los caminos del mundo”, al instante que pronuncia con experiencia: “Uno cree que va hacer un viaje, pero es el viaje quien lo hace o le deshace”. Indudablemente certero en Los Balcanes.
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