Los intringulis de la escritura
Este es el punto: equilibrar en la cuerda floja lo que el escritor lleva dentro, con todo aquello que constituye la realidad y su cruda experiencia. Es aquí en donde convocamos a todos los dioses, y nos lanzamos a la aventura intelectual...
Escribir es sin más una chifladura, un inmenso caudal de ideas y de energías que metemos en una botella a la espera de que alguien recoja la botella, descubra el mensaje y lo haga suyo. Muchos afirman que escriben sin pensar en quiénes los leerán, como una manera de hacer catarsis en las páginas sin esperar nada a cambio: escribir por el solo hecho de escribir. Si se quiere: un solipsismo que los lleva a invertir una ingente cantidad de tiempo en un oficio que aparentemente no cumplirá ninguna tarea. En lo particular creo que esos escritores mienten, que lo dicen para crear en torno de ellos una suerte de halo misterioso, y decirle al mundo que no les importa lo que los demás piensen. Es sin más, una especie de escudo tras del cual buscan protegerse de las opiniones y de los pareceres de los otros.
Yo sí pienso en mis lectores, y lo hago siempre. Es más, lo hice hasta cuando escribí mis diarios, que se supone son textos de la intimidad, encerrados en sí mismos, que bordean la expiación y hasta el desvarío. Tan es así, que los publiqué graneados en la prensa y bajo la forma de libro en el 2020 (La imagen que me contempla. Diarios 2019), y sin rubor alguno recibí comentarios que me ayudaron a comprender un poco el ahora. Tal vez sea deformación intelectual, pero cada idea que plasmo está pensada para que otros la capten en su más honda noción ontológica y humana, poniéndome en su piel, en sintonía con sus propios sentimientos y emociones. A mí sí me importa que me lean, que interaccionen conmigo, que me expresen sus criterios, así no estén en consonancia con mis ideas. Me gusta la dialógica, la oposición de pensamientos, porque es la única manera de que el fin teleológico de la escritura se cumpla: la bidireccionalidad autor-lector, que cierra el círculo, que nos lleva a la reflexión sobre lo escrito y publicado al extremo de la obsesión.
Me gusta hablarles a los lectores, establecer con ellos franca camaradería, compartir y buscar entre ambos posibles soluciones a lo planteado, dirimir la última gota del destilado de cada texto hasta agotarlo en su esencia. Esa bidireccionalidad le da sentido al oficio, lo hominiza, lo lleva por sutiles territorios en los que ambos somos copartícipes de lo expresado. No estoy acostumbrado al onanismo creativo ni intelectual, siento que la escritura, en su amplia acepción, intenta establecer vasos comunicantes y articulaciones con los otros, si se quiere: sinapsis neuronales que nos hagan crecer a ambos. Sé, como autor, que no soy el dueño de la verdad de lo expresado (tampoco lo es el lector); tal vez de algunas aristas y variables, que nos permiten echar a andar todo un proceso hermenéutico para la comprensión de la realidad en toda su vasta complejidad.
Escribir no es nada fácil, es un oficio muy duro, y no me refiero tan solo al proceso per se, que implica echar mano con acierto de las herramientas propias del lenguaje y de la comunicación, para hacer del texto un “algo” digno de la imprenta (o de la página electrónica). Me refiero fundamentalmente a lo que subyace en el oficio, a sus referentes filosóficos y fácticos, a sus sutiles mecanismos que nos obligan a estar en sintonía con el mundo, a intentar horadar con la palabra el velo que los recubre, y en esto es en donde casi siempre fallamos.
Lógicamente, no me refiero a la escritura creativa (narrativa, poesía…), que es autárquica, y si se quiere “libre” de esas ataduras, sino a la escritura ensayística y de opinión, a la del día a día, a la que busca hacerse consustancial con el sentir del lector en su propio momento histórico. Y cuando digo que no resulta fácil escribir, me refiero a que como autores (ergo, como humanos) no estamos exentos de las pasiones ni de las malas vibras, de las influencias propias de la dinámica social, que nos empujan y vapulean aquí y allá hasta pretender hacer de nosotros meras piezas de un tinglado global, que responda a oscuros intereses (políticos, económicos, religiosos, hegemónicos, etcétera).
Este es el punto: equilibrar en la cuerda floja lo que el escritor lleva dentro, con todo aquello que constituye la realidad y su cruda experiencia. Es aquí en donde convocamos a todos los dioses, y nos lanzamos a la aventura intelectual y de la escritura sin saber qué tormentas nos vapulearán y harán naufragar en medio de la nada. Nadie nos obliga a hacerlo (es más, en el caso venezolano nadie nos paga por esto), nadie nos impele con un arma a estar semana tras semana y durante años (llevo más de treinta en las páginas de los periódicos) intentando desvelar los nubarrones de los tiempos. Es, si se quiere, una voz interior la que nos conmina a hacerlo, una locura (o chifladura como lo dije al comienzo) la que nos lleva a ejercitar una disciplina monástica para producir una columna de prensa durante décadas.
Pero la dialógica con los lectores nos nutre, nos realimenta el espíritu, nos fortalece con los altibajos propios de la vida hasta hacerse consustancial con la existencia. Como ventaja de todo este esfuerzo está el que es una gran escuela, es el gran taller de escritura, es la posibilidad cierta de hacernos parte y todo de nuestra realidad, y sentirnos por momentos sus protagonistas.
rigilo99@gmail.com
Twitter: @GilOtaiza
Ínstagram: @RicardoGilOtaiza
www.ricardogilotaiza.blogspot.com
Yo sí pienso en mis lectores, y lo hago siempre. Es más, lo hice hasta cuando escribí mis diarios, que se supone son textos de la intimidad, encerrados en sí mismos, que bordean la expiación y hasta el desvarío. Tan es así, que los publiqué graneados en la prensa y bajo la forma de libro en el 2020 (La imagen que me contempla. Diarios 2019), y sin rubor alguno recibí comentarios que me ayudaron a comprender un poco el ahora. Tal vez sea deformación intelectual, pero cada idea que plasmo está pensada para que otros la capten en su más honda noción ontológica y humana, poniéndome en su piel, en sintonía con sus propios sentimientos y emociones. A mí sí me importa que me lean, que interaccionen conmigo, que me expresen sus criterios, así no estén en consonancia con mis ideas. Me gusta la dialógica, la oposición de pensamientos, porque es la única manera de que el fin teleológico de la escritura se cumpla: la bidireccionalidad autor-lector, que cierra el círculo, que nos lleva a la reflexión sobre lo escrito y publicado al extremo de la obsesión.
Me gusta hablarles a los lectores, establecer con ellos franca camaradería, compartir y buscar entre ambos posibles soluciones a lo planteado, dirimir la última gota del destilado de cada texto hasta agotarlo en su esencia. Esa bidireccionalidad le da sentido al oficio, lo hominiza, lo lleva por sutiles territorios en los que ambos somos copartícipes de lo expresado. No estoy acostumbrado al onanismo creativo ni intelectual, siento que la escritura, en su amplia acepción, intenta establecer vasos comunicantes y articulaciones con los otros, si se quiere: sinapsis neuronales que nos hagan crecer a ambos. Sé, como autor, que no soy el dueño de la verdad de lo expresado (tampoco lo es el lector); tal vez de algunas aristas y variables, que nos permiten echar a andar todo un proceso hermenéutico para la comprensión de la realidad en toda su vasta complejidad.
Escribir no es nada fácil, es un oficio muy duro, y no me refiero tan solo al proceso per se, que implica echar mano con acierto de las herramientas propias del lenguaje y de la comunicación, para hacer del texto un “algo” digno de la imprenta (o de la página electrónica). Me refiero fundamentalmente a lo que subyace en el oficio, a sus referentes filosóficos y fácticos, a sus sutiles mecanismos que nos obligan a estar en sintonía con el mundo, a intentar horadar con la palabra el velo que los recubre, y en esto es en donde casi siempre fallamos.
Lógicamente, no me refiero a la escritura creativa (narrativa, poesía…), que es autárquica, y si se quiere “libre” de esas ataduras, sino a la escritura ensayística y de opinión, a la del día a día, a la que busca hacerse consustancial con el sentir del lector en su propio momento histórico. Y cuando digo que no resulta fácil escribir, me refiero a que como autores (ergo, como humanos) no estamos exentos de las pasiones ni de las malas vibras, de las influencias propias de la dinámica social, que nos empujan y vapulean aquí y allá hasta pretender hacer de nosotros meras piezas de un tinglado global, que responda a oscuros intereses (políticos, económicos, religiosos, hegemónicos, etcétera).
Este es el punto: equilibrar en la cuerda floja lo que el escritor lleva dentro, con todo aquello que constituye la realidad y su cruda experiencia. Es aquí en donde convocamos a todos los dioses, y nos lanzamos a la aventura intelectual y de la escritura sin saber qué tormentas nos vapulearán y harán naufragar en medio de la nada. Nadie nos obliga a hacerlo (es más, en el caso venezolano nadie nos paga por esto), nadie nos impele con un arma a estar semana tras semana y durante años (llevo más de treinta en las páginas de los periódicos) intentando desvelar los nubarrones de los tiempos. Es, si se quiere, una voz interior la que nos conmina a hacerlo, una locura (o chifladura como lo dije al comienzo) la que nos lleva a ejercitar una disciplina monástica para producir una columna de prensa durante décadas.
Pero la dialógica con los lectores nos nutre, nos realimenta el espíritu, nos fortalece con los altibajos propios de la vida hasta hacerse consustancial con la existencia. Como ventaja de todo este esfuerzo está el que es una gran escuela, es el gran taller de escritura, es la posibilidad cierta de hacernos parte y todo de nuestra realidad, y sentirnos por momentos sus protagonistas.
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