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Dos visiones, un conflicto

Un desentendimiento cultural profundo está a la base del forcejeo político que conduce a Estados Unidos y a China a una nueva Guerra Fría...

  • ALFREDO TORO HARDY

20/10/2021 05:04 am

El 21 de febrero de 1972 el Presidente estadounidense Richard Nixon llegó a Pekín, poniendo fin a más de veinte años de hostilidad profunda entre ambos países. Ello había incluido una guerra de varios años, en tierras coreanas, durante los cincuenta. Por razones diversas Washington y Pekín requerían de esta aproximación. El primero para minimizar los costos de salida de una larga y desgastadora guerra en Vietnam. El segundo para disuadir a la Unión Soviética de una guerra que se hacía cada vez más probable.

El resultado de este encuentro de alto nivel fue la puesta en marcha de una espiral virtuosa de acercamiento. Ello implicó el reconocimiento tácito de Pekín al liderazgo estadounidense en la región Asia-Pacífico, así como el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre las partes en 1979. En definitiva, Estados Unidos aceptaba al régimen comunista como legítimo representante del pueblo chino con derecho a ocupar el sillón permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU y este último no se oponía a la preponderancia estadounidense en su parte del mundo. Por vía de este proceso, Estados Unidos facilitó el posicionamiento económico e internacional del gobierno de Pekín, apoyando su desarrollo tecnológico y su entrada a la Organización Mundial de Comercio en 2001.

Se trató de un orden de cosas que trajo grandes beneficios a ambas partes. China pudo concentrarse en su propio desarrollo económico sin preocuparse de la hostilidad estadounidense. Estados Unidos pudo dirigir su atención prioritaria hacia otras regiones del planeta sin que China pusiera a prueba su liderazgo en el Asia-Pacífico. Más aún, fue un acuerdo duradero que no sólo logró superar los cambios de gobiernos en ambos países, sino también la desaparición de la amenaza común que los había acercado inicialmente: la Unión Soviética.

Los escollos en el camino fueron múltiples: las repercusiones de la matanza de Tiananmen de 1989; la controversia en torno al disidente chino Fang Lizhi entre 1989 y 1990; la crisis del Estrecho de Taiwan en 1996; las suspicacias y furia chinas resultantes del bombardeo accidental de su Embajada en Belgrado en 1999 o el incidente aéreo en la isla de Hainan en 2001. No obstante, la voluntad recíproca de buscar un entendimiento y de preservar las bases del acuerdo existente, permitieron sortear las sucesivas crisis.

A partir del 2008, sin embargo, una dinámica de signo contrario comenzó a hacerse palpable. Un cuestionamiento al liderazgo estadounidense en el Asia-Pacífico fue cobrando fuerza en China. La convergencia de un conjunto de factores en 2008 sirvió como punto de inflexión: la crisis financiera global desatada por Estados Unidos, la rápida capacidad de respuesta china ante tal crisis y el fuerte impulso a la autoestima china resultante de las olimpíadas de Pekín de ese año. A ello se unió la constatación de la incapacidad estadounidense para prevalecer en dos guerras periféricas en el Medio Oriente. En síntesis, una toma de conciencia con respecto a sus propias capacidades y logros pareció contrastar con lo que se vislumbró como el inicio de la decadencia estadounidense. La llegada de Xi Jinping al poder en 2013 dió nuevo impulso al proceso anterior. Su “sueño” del reencuentro chino con su grandeza pasada, condujo a una postura mucho más frontal y asertiva con respecto al derecho a la preeminencia china, a la decadencia estadounidense y a la noción de Estados Unidos como un cuerpo extraño en Asia.

Para Washington lo anterior equivale al desconocimiento por parte de China del acuerdo pacientemente labrado a partir de 1972. Para China, en cambio, se trata de una simple constatación del shi. Es decir, esa noción ancestral china según la cual los procesos deben adaptarse a la aparición de las oportunidades. Así como el agua fluye, los procesos también lo hacen. Adaptarse a ese flujo es no sólo expresión de realismo político sino el imperativo a seguir por todo estadista sensato.

Así las cosas, un desentendimiento cultural profundo está a la base del forcejeo político que conduce a Estados Unidos y a China a una nueva Guerra Fría. Mientras el primero se siente traicionado en su buena fe hacia China, expresada de manera consistente por varias décadas, esta última considera que simplemente está adaptándose al inevitable fluir de los eventos. En esencia, es el choque entre una visión estática y otra dinámica del acontecer político.

Por si lo anterior fuese poco para alimentar la incomprensión cultural, un elemento adicional se añade. Estados Unidos mantuvo por décadas la convicción de que el resultado final de la apertura económica iniciada en tiempos de Deng Xiaoping, no podía ser otro que el de la conversión de esa sociedad al pluralismo democrático. De allí la creencia de que el apoyar a China equivalía a promover sus propios valores. Para un Estado-civilización multimilenario como China tal creencia resulta agraviante. Lo que para uno es una nueva percepción de traición, para el otro constituye una desvalorización mayúscula de su rango histórico.



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