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Expatriación de ida y vuelta

Uno siempre termina seducido por aquello que conoce de años, tantos que en este país ya tan nuestro hemos vivido 40 florecimientos a la sombra de los araguaneys floridos en oro y palmares, frente a las resplandecientes y acogedoras aguas del Caribe

  • RAFAEL DEL NARANCO

24/10/2021 05:07 am

La Venezuela que actualmente se halla lejos de nuestras conjeturas interiores, nos sigue sabiendo a vereda, anhelos comparados, ensueños, litorales caribeños con poblados cincelados de azules y tonadas, alientos que van revoloteando entre morichales, mientras talegos de la existencia se van llenado de resuello y, aún así, imposible arroparlos de olvidos.

Uno siempre termina seducido por aquello que conoce de años, tantos que en este país ya tan nuestro hemos vivido 40 florecimientos a la sombra de los araguaneys floridos en oro y palmares, frente a las resplandecientes y acogedoras aguas del Caribe.
 
Es incuestionable. Uno arrulla lo que conoce hasta el fin de los días. Se cumplen al presente diez años de haber regresado a la heredad de mis mayores en las costas de mar Cantábrico.

La nostalgia de la partida subiendo a un avión en Maiquetía no amaina las querencias hacia esta tierra de gracia, y así será hasta rebasar el umbral de la cárcava que nos espera en el cementerio de La Carriona en la villa asturiana de Avilés, sin duda el más hermoso camposanto de España. No hay pena honda, estaré bien resguardado. A nuestro lado, el gran novelista Armando Palacio Valdés, autor de aquella admirada “Aldea perdida”.

Los anhelos simultáneos entre el mar caribeño de las mil aventuras y el océano Atlántico, parecen ahora aguas deshilachadas a recuento de un éxodo que aún sigue produciéndose y, a la vez que desgasta, lesiona de tal manera que todo en nuestro interior se vuelve una mixtura de magulladuras, un camino de ramalazos en donde antes existía un arroyo de ilusiones. La realidad del éxodo es el misma, un alejarse del terrón venerado.
 
El pesar adolorido llega un poco más tarde, cuando el recordatorio de la abandonada tierra venezolana, se va amoldando entre las simientes de la ausencia, mientras los avatares se convertían, a la hora de hacer balance, en cantaros de nostalgia. Agua y miel. Enamorar la vida ayuda a seducirnos a nosotros mismos.
 
Todo intento hacia el cántaro que derrama lágrimas nuevas sobre penas antiguas, está destapando el frasco en el cual se mezclan las esperanzas con gotas de agua de rosas, ese bálsamo que los pueblos árabes dan a los enfermos del alma.

Una vez en la España de los toros de Guisando con arcanos morunos sangre y fuego, ella se encuentra, a modo de una sombra en el espejo, corriendo hacia la fosforescencia bajo un cielo plomizo. Volvemos a retornar al lugar de la partida y, pensando en Venezuela, la heredad que nos sedujo, el ánimo exclama: ¡Quién pudiera no haberla dejado jamás!

Al presente, la tierra de la niñez y adolescencia, alcahueta de nuestros primeros devaneos extendidos en surcos con raíces de olivos, jaras, madroños, alcornoques, manzanos, almendros en flor y olmos solitarios, sigue mantenido en nosotros la copla aventada cual sementera, forma parte de las exiguas alegrías y las grandes y funestas angustias trenzadas entre el yermo y el alborozado palomar.

Y es ahora, retornando a la España perdurable tras haber dejado el Caribe de los añiles tornasolados, cuando volvemos a encontrarnos con los versos del pueblo en las honduras de los trovadores de la copla - Miguel de Molina, Rafael Farina, Manolo Caracol, Imperio Argentina, Concha Piquer, Lola Flores - y ellos siguen arrancando a mordeduras los sudarios y las malquerencias, mientras un memorial interpela al socaire del viento: “¿Qué forma conocida es despecho?”.
 
Nadie lo ha sabido nunca. Quizás sea un ronroneo, la mirada furtiva en las enaguas de novia virgen, el gorrión herido en el regazo de un cuenco palmario, un adiós, una palabra de más, la navaja abierta, cierta herida, o el olvido tornado penalidades. Tal vez quizás, el sentimiento del sestero apureño: “Si ves a un llanero triste fue que lo dejó su amor, se le murió su caballo o le ofendieron su honor”.

Muy a lo lejos, en el sur de España, ahora mismo, un coro rociero del bajo Guadalquivir respondía al unísono: “Tristeza del bien ajeno”. A su vez, un ramalazo de expiación en la península ibérica en que vivo, es parejo al retumbo de las garzas en los morichales de las orillas del Orinoco: un alborozo dulzón, no un desgarro.

Aquí y allí, veneran a sus ídolos y a la vez se siente un placer indescriptible cuando la imagen reverenciada cae y sufre, al ser parte de la melodía suelta que se pude uncir al yugo arrabalero del tango, el flamenco y el joropo: una conmoción triste que se canta.

La estrofa agridulce va de la “morenita de aceituna” en la voz de Fernando de la Morena, en un Jerez que hasta las calles entonan y los azulejos trenzan en sogas las olas, a Enrique Morente – el Picasso del cante - con “Venta Zoraida” y “Si mi voz muriera en tierra”.

El canto rasguea, espolea, clama, patalea, grita, hace mohínos, asusta, fluye y se desgarra en hervores sobre tonadilleras con peineta, mantilla, bata de cola y corazones picados por asta de torito asustado sobre la dehesa. La copla, con sus historias, forma parte sentimental de cada pueblo. Sin ella, España hoy sería menos Península Ibérica.
 
Hemos sido en un tiempo envuelto en bruma, jovenzuelos que apuraban los vasos de las ilusiones, y ante esa realidad, solamente acaecía un camino humedecido: cruzar el mar océano y llegar los pies de la Sultana del Ávila: la inconmensurable y gozosa Caracas.

rnaranco@hotmail.com
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