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La vida y la esperanza

RAFAEL DEL NARANCO. La muerte es un fenómeno trivial: posee una tirada de 100.000 ejemplares por día. Y, sin embargo, el arcano no está resuelto por las estadísticas...

  • RAFAEL DEL NARANCO

02/06/2018 05:00 am

El camino de la supervivencia, en todos y cada uno de sus contextos sociales a partir del primer alba de la vida, ha sido largo, cansino e infinidad veces adolorido. Padecemos una extraña insuficiencia e ignoramos si proviene del apesadumbrado espíritu o del arisco y agarrotado cuerpo. 

Los médicos no acaban de dar con ese mal que nos ha dejado consternados. No soy aprensivo, solamente deseo poseer la mirada clara al momento de hontanar las formas que nos rodean. 

No hay titubeo en señalar -aún en contra de todos los pronósticos que nos han rodeado siempre- que la vida es sí misma un don inapreciable dotado de hermosura y valores naturales. Eso ya nos lo hizo ver recientemente con refulgencia emocional Roberto Benigni en la película “La vida es bella” desarrollada en el lugar más horripilante posible: un campo de concentración nazi. 

Todo ser humano, en sus deseos de retardar al máximo la llegada del crepúsculo que cierra el círculo del cotidiano vivir, idealiza algo que sentimos intensamente pero de lo que sabemos prácticamente nada. 

Alguien, en la isla de Creta -la Ítaca de Kavafis y la tierra de El Greco- , podía haber escrito o marcado los versos de la tarde mohína: “Mucho nos queda que hacer hoy, hay que matar de todos los recuerdos, hay que de pena hacer el alma, hay que aprender a vivir de nuevo”. 

Ojeo ahora en el periódico local de la ciudad –tendido en una silenciosa habitación de hotel, frente a la recia fachada de la Universidad de Oviedo, ciudad capital del Principado de Asturias en el norte de España– que recientemente un laboratorio logró prolongar la existencia de la mosca de la fruta un cuarenta por ciento más. El gorgojo, en lugar de respirar durante 80 días, pudo hacerlo a lo largo de 110. Admirable.

Nuestro envejecimiento es debido, entre otras causas, a los elementos tóxicos producidos a cuenta de las moléculas de oxígeno. Eso significa que cada inhalación de aire, la esencia principal de nuestra conservación, es de igual forma fundamento de la muerte. Paradójico. 

Es bien sabido que el oxígeno –gas incoloro, inodoro, esencial para nuestra respiración– es a su vez un elemento tan activo que daña las células. A medida que los años avanzan, los mecanismos de defensa que nos protegen de esos efectos se van debilitando, hasta el punto de que las celdillas se degeneran y sucumben. 

Y aquí entra la afamada mosca. Sobre ella se hizo un experimento y se descubrió que el gen de las mutaciones es el causante de los trastornos de la edad. Salvado esto, el moscardón pudiera retozar unos cuantos años más.

El hallazgo nos llevó a los vericuetos del enigma existencial, un concepto tan antiguo como el hombre. La supervivencia, si nos acogemos al concepto pesimista de Schopenhauer, “es una perturbación inútil de la calma del no ser.” Por el contrario Anatole France invocaba que “la vida resulta deliciosa, horrible, encantadora, espantosa, dulce, amarga; y para nosotros lo es todo”. 

La muerte es un fenómeno trivial: posee una tirada de 100.000 ejemplares por día. Y, sin embargo, el arcano no está resuelto por las estadísticas, porque subsiste en ellas un hecho esencial: mi propia muerte permanece única. La parca es tan singular y personal como la vida misma y sus variados recovecos son distintos en cada ser humano. 

Ese pensamiento nos empuja hacia el espejismo de la inmortalidad esperando convertirnos en un eterno “Judío Errante” de la historia bíblica. Vano ensayo. Los faraones del antiguo Egipto lo intentaron, al igual que otras civilizaciones, y aún no ha salido nadie de sus cuerpos momificados. 

El experimento que nos queda por hacer es con Frankenstein, ese Prometeo creado una noche de lluvia torrencial, rayos, truenos y fuego, en la mente de la escritora inglesa Mary Shelley. A partir su tenebrosidad, muchos escarban en las páginas del gótico linajudo intentando hallar el fuego sagrado de la vida que Dios escondió en algún sitio y no ha dicho donde. 

El Todopoderoso forjó un papiro que se supone oculto en una cueva del Mar Muerto, y cuyas coordenadas no coinciden donde fueron hallados los Rollos de Qumrn. 

Los expertos de esas laminillas de pellejo de oveja virgen perjuran que están allí. 

Y así reside una parte de la humanidad que ya cruzó las ocho puertas para entrar en el reino de Jehová esperando la resurrección de esos cuerpos antes que llegue el definitivo Juicio que no será –salvo para los bienaventurados– ninguna canonjía. 

Es sabido que lo último que hace Dios es condenar. Quizás en esta rinconera de bondad, cuando hable con sus Arcángeles sobre nuestro definitivo destino, uno tiene la esperanza de que una parte de la raza del pensamiento y la fe goce de otra oportunidad ante la vida, al ser la existencia otra cognición de la propia entelequia del Gran Decididor.

rnaranco@hotmail.com
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