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Profundo corredor de sombras

Deberíamos tomar esos días lejanos, desdoblarlos, y hacer con ellos una obra escénica; posiblemente supiéramos algo más de la Italia de ahora mismo, y las razones de Mussolini para colaborar con un Führer al que no admiraba

  • RAFAEL DEL NARANCO

01/08/2021 06:02 am

Lo poco que conozco del enorme misterio de la existencia, ha surgido de esos folios que confinan instantes prodigiosos que han ido modelando el individuo que creo ser ahora mismo.

Asumo una docena o poco más de escritores que son entrañables, otros conocidos, y los demás acompañantes en el éxodo interior. Creo conocer de una manera u otra a la mayoría, y solamente cuando el espíritu necesita mayor soporte para cruzar el lago embravecido de la vida me apoyo en los autores que me han ido labrando a través de los años.

En estos días Stefan Zweig ha sido el compañero de viaje que necesitaba. El autor de “Momentos estelares de la humanidad” –entre otras asombrosas páginas- , volvió a decirnos en esos pasajes que él relata de manera admirable, que la política si no se hace ajustada a la inteligencia y la ecuanimidad, es fatua, doliente e injusta.

Un lejano día en un café de su ciudad de Viena donde nació –y en la que trazó algunas de sus mejores obras, entre ellas “Mendel el de los libros” - expresó: “Nuestro deber será siempre no admirar el poder en sí, sino sólo a las escasa personas que lo consiguieron de forma honrada y justa”.

Páginas admirables
Ese talante de la realidad política, lo hemos vuelto a profundizar en una entrevista a Benito Mussolini realizada por Emil Ludwig, el reconocido biógrafo alemán, cuyas páginas más admirables recorren la existencia de Goethe, Beethoven, Napoleón, Bolívar, Bismark y otros resaltados estadistas.

Aún vista en la lejanía del tiempo, la conversación con el fascista italiano, no tiene desperdicio. Son dos hombres que se admiran mutuamente durante una charla de varios días, sin lacayos ni secretarios. Están solos en los aposentos del Palazzo di Venecia en Roma. Mussolini abierto, dialogante, consecuente de su inmenso poder. Ludwig, un judío que cambió su apellido y se hizo cristiano sin haber abjurado de su antigua
fe rabínica, está reconocido en Europa como uno de sus más notables intelectuales. Se comunican en italiano.

El Duce es profundamente culto. Además de su lenguaje natal, el de la Romagna, habla fluidamente francés y alemán. Lee permanentemente a Kant, Goethe y santo Tomás de Aquino; también a los suyos: Maquiavelo, Mazzini y los tratados de Cavour.

Deberíamos tomar esos días lejanos, desdoblarlos, y hacer con ellos una obra escénica; posiblemente supiéramos algo más de la Italia de ahora mismo, y las razones de Mussolini para colaborar con un Führer al que no admiraba.

En cierta ocasión había comentado que mientras él era jefe de primera clase de una nación de segunda, Hitler era el segundón de una nación de primera.
La política, se sabe, hace extraños compañeros de asiento.

En un instante de la charla, Ludwig pregunta tras haber hecho un recorrido por Julio César y Napoleón: ¿Un dictador puede ser amado?

La respuesta del Duce es concluyente: “Sí, siempre y cuando las masas le teman al mismo tiempo. La muchedumbre adora a los hombres fuertes. Es como una mujer.”

El alemán apostilla al dueño en esos momentos de Italia, Abisinia y Albania: “¡Dígame qué ocurre cuando uno de sus amigos de antaño entra en este salón! ¿Cómo logra usted la transición sin reabrir alguna de las viejas discusiones o heridas? En una ocasión usted escribió: “Somos fuertes porque no tenemos amigos”.

Mussolini guarda silencio. Después dice: “No puedo tener ningún apego. Por mi temperamento rehúso tanto la intimidad como las conversaciones. Si un viejo amigo viene a visitarme, la entrevista nunca dura demasiado. Sólo sigo la carrera de los antiguos camaradas desde la distancia. De todos modos, la soledad no me resulta incómoda”.

Ludwig hace una dura pregunta: “Si la soledad le agrada, ¿cómo le es posible soportar la multitud de caras que tiene que ver cada día?”
“Simplemente, les escucho. No les permito entrar en contacto con mí ser interior. No me conmueven más que esta mesa y estos papeles sobre ella. En medio de todos ellos preservo intacta mi soledad
”.

Nunca por un bajo cálculo
El italiano era muy claro al instante de avalar una idea legitimadora: “Ya sabéis lo que pienso de la violencia. Para mí es perfectamente moral, más moral que el compromiso y la transacción. Pero para que tenga en sí misma su alta moralidad, es preciso que esté siempre guiada por una idea, nunca por un bajo cálculo o mezquino interés”.

Señalaba Raskolnikov, aquel héroe de Dostoievski, al referirse a hombres que actúan por afanes renovadores pero crueles:
“Si para realizar sus ideales es preciso derramar sangre y pasar por encima de los cadáveres de los que constituyen un obstáculo, pueden hacerlo con plena conciencia de sus actos, siempre que sea en beneficio de un ideal, no con otro fin, repare en esto”.

Mussolini era crudo a la hora de avalar una idea de la que creía, aunque no fuera justificable.

El decía que la violencia y los atropellos a los ciudadanos eran perfectamente morales.

Da una tribulación leerlo mirando a países de nuestro continente bajo el yugo del totalitarismo, sin que se vislumbre una luz esperanzadora al final de ese largo corredor de sombras.

rnaranco@hotmail.com
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