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Añoranza del malecón habanero

Quien haya estado en La Habana aprenderá que ningún habitante recibe los derechos que cualquier turista de ton y son goza mientras se tuesta en las playas de Varadero o bebe ron en la conocida sala del Tropicana abierta a todo excursionista dolarizado.

  • RAFAEL DEL NARANCO

25/07/2021 05:15 am

La actual situación de Cuba nos lleva a esa heredad que atrapa el espíritu y transfiere consonancias tropicales desgarradas. Para quien camine una vez sobre la isla, será ya imposible que la olvide. Ella posee la generosidad a flor de piel, la sonrisa convertida en brisa, mientras el afecto natural de sus habitantes germina en una insondable irisación de profundo apego.

En La Habana, a partir de la llegada de Fidel y sus guerrilleros –hace más de 60 años- , y en el resto de las ciudades y pueblecitos de la isla, partiendo de Guanahacabibes hasta más allá de Sierra Maestra, la aparente dignidad se encierra en recibir consignas revolucionarias como si el mundo no hubiera cambiado, mientras se sigue escuchando una y otra vez “Patria... o muerte”, algo que los antiguos descendientes de los mambises dicen, con juicio, ser un pleonasmo.

La pasada semana como ya es sabido, cientos de cubanos, cansados de tantas décadas de oprobios, salieron a las calles de La Habana y otras ciudades del país, requiriendo libertad, una emancipación que el castrismo ha cerrado a cal y canto, y cuyos anhelos han sido lanzados a las profundidades del Golfo de Florida, ese mar culpable de haberse ahogado docenas de soñadores en busca de las costas de Florida.

El bembón de piel carbonífera Nicolás Guillén, en versos marcados en compases de sóngoro y hablando “inglé”, lo marcó con palmera carbonizada: “¡Ay Cuba, si te dijera, yo que te conozco tanto bajo tu risa ligera!”.

Al unísono, el general mambí Antonio Maceo –héroe de la isla que se muerde la cola– sellaba estas palabras sobre el tronco de un cocotero erguido: “La libertad no se pide, se conquista a golpe de machete”.

Ahora ese valor está pulverizado, arrastrado sobre un conformismo que se volvió amarga rutina envuelta en desengaños.

Quien haya estado en La Habana aprenderá que ningún habitante recibe los derechos que cualquier turista de ton y son goza mientras se tuesta en las playas de Varadero o bebe ron en la conocida sala del Tropicana abierta a todo excursionista dolarizado.

Alejo Carpentier expresaba que La Habana “es una litografía alicaída y anticuada, reflejo de la más lúgubre expresión del colectivismo comunista”. Esas palabras muestran la forma en la que se ha ido hundiendo una ciudad que ha sido admiración del continente por su arquitectura, y que los “barbudos de la sierra” han dejado al fresco de un decadente meandro

Aun así, el pueblo cubano canturrea, ansía, susurra y sigue las predicciones jamás cumplidas de sus babalaos a las puertas de las desvencijadas viviendas, con el mismo garbo e impavidez que sale con una bolsa de plástico a buscar algo de conseguir por esas calles que agarrotan el anhelo hasta el cansancio, al ritmo esclavista de “Patria, socialismo o muerte”.

Cuando el 8 de enero de 1959 llegó Fidel Castro a La Habana, una semana después de haber triunfado su revolución en Sierra Maestra, alguien le preguntó al inmenso malecón de luz, salitre e historia, como quería ser llamado tras el triunfo de los barbudos: ¿Señor o compañero?

El gran paseo respondió:

-Señor, pues tengo más tiempo de vida como amo de mí mismo que ahora como camarada barbiluengo.

Este bulevar frente al mar del Golfo de México, comenzó a construirse en 1901 y concluyó la primera etapa un año después para ir marcando la fisonomía de la ciudad vieja que, con sus 7 kilómetros de largo en la actualidad, entre el río Almendares y el Puerto, ha sabido guardar los anhelos de libertad y las destemplanzas de uno de los pueblos más hospitalarios y bucólicos del Caribe.

El Malecón es igual a los versos de Homero Manzi en el tango “Sur”... “Nostalgia de las cosas que han pasado, / arena que la vida se llevó, / pesadumbres que han cambiado / y amargura del sueño que murió”.

Después aparecieron buques, acorazados y portaaviones de la U.S. Navy, y el paseo se convirtió en un perpetuo carnaval con carros convertibles, mujeres de abenuz moviendo la cintura con pasión delirante y gangsters que cruzaban el paseo en unos gigantes “Oldsmobiles” de vidrios ahumados, contando los dólares de los casinos, mientras el hotel Comodoro, el Nacional y el Hilton (hoy Habana Libre), eran los templos de los que saldrían las crisálidas de las actuales jineteras que le dieron un color carmesí a la ciudad.

La llegada de los barbiluengos con el “período especial”, la soledad y el tedio, no cambiaron la esencia innata de ese rompeolas, ya que la urbe, toda femenina en su nombre indígena, Siboneyes, sigue siendo ser y razón, prestancia y esencia bañada en sandunga.

El poeta Nicolás Guillén, lo había matizado en una cuartilla con degustación a brisa envolvente:

“Amo los barcos y las tabernas / junto al mar, / donde la gente charla / bebe y canta. / Allá huele a pescado, / a mangle, a ron, a sal.”

Ahora esa urbe galanteada hasta la saciedad por Ernest Hemingway, es una acuarela marina, en que la mirada de todo visitante se sobreexcita sobre del muro del Malecón con un salitrado viento meditabundo.

rnaranco@hotmail.com


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