El amigo Carlos Chalbaud Zerpa
Las ciudades muchas veces no son agradecidas con sus más connotadas figuras y les lanzan la pátina del olvido. Llegará el día en el que la figura de Don Carlos Chalbaud Zerpa se erija entre los clásicos, y sus libros se estudien y difundan...
A lo largo de mi carrera como escritor, que sobrepasa ya los treinta y tres años, he hallado amigos extraordinarios, que forman parte de la historia de mi vida. Han sido mis escritos mi mayor carta de presentación, que han acercado a muchas personas a mi entorno, y con ellas he establecido extraordinarios lazos que solo han sido rotos con su partida. A mi mente llegan muchas figuras y nombres, que hoy, azuzado por la nostalgia del tiempo ido, me parecen entrañables e imperecederas. Sé a lo que me expongo al mencionar nombres, razón por la cual hoy haré referencia solo a un amigo que no me acompaña. Ya habrá espacio para muchos otros.
El médico e historiador Carlos Chalbaud Zerpa (Mérida, 1929 - Mérida, 2015), fue una figura connotada y polémica, cuyo trasiego existencial conquistó grandes obras a Mérida. Ya no recuerdo quién me lo presentó, ni cuál fue la causa de que mis caminos se cruzaran con los suyos (tal vez un acto académico, una feria del libro, una charla, o una conferencia), pero mis artículos y libros ya habían sido trajinados por sus manos y sabía de mí sin que yo lo notara. Lo que sí recuerdo es su hablar pausado, con un acento andino marcado además por los muchos soles y torrentes recibidos en sus largas travesías por el mundo. Fue médico de profesión y la ejerció hasta el final de su longeva existencia, pero sobre todo fue un historiador, cuestión que le vino de su padre, el también historiador y cronista Eloy Chalbaud Cardona.
Mi amigo tenía la reciedumbre propia de los hombres nacidos en familias de abolengo, que fueron pilares en la constitución de lo que hoy es la entidad, y se sentía orgulloso de sus raíces, pero de manera particular por sus recuerdos, por sus sabrosas crónicas, y sin lugar a dudas, por sus espléndidas bibliotecas personales que eran sus grandes tesoros. En ellas vi libros memorables, ediciones no repetidas, incunables y clásicos universales, y tuve la osadía de aceptarle algunos libros arrancados a sus anaqueles que me obsequió como muestra de su afecto. Casi siempre me llamaba por teléfono y teníamos largas y curiosas conversaciones, ya que él sabía de quienes hablaba y de los hechos a que se refería, mientras que yo me quedaba perplejo al no tener ni la más remota idea de la importancia de aquellos personajes, ni de las anécdotas contadas, pero intuía que se trataba de la Mérida profunda; la Mérida perdida en sus neblinas y tempestades.
La última vez que conversé con él fue en presencia de un amigo común, quien me acompañó en aquella tarde previa a la celebración de la Navidad. Nos comimos entre los tres un pan de jamón (que yo llevé) y nos bebimos en un santiamén una espléndida botella de vino tinto añejo, traído de no sé qué lugar, y aquella tarde se quedó grabada para siempre en mi memoria. Don Carlos Chalbaud Zerpa no era un hombre fácil, tenía un carácter incisivo y mordaz, pero su generosidad era grande, y sin yo saberlo me había eternizado en la última edición de su espléndida Historia de Mérida, de 2010, en la que insertó un párrafo en la sección de “Otros notables escritores”, en el que menciona mi nombre y reconoce mi labor intelectual. No sé si se lo agradecí en vida, porque de eso hace más de un década, pero en donde quiera que se halle su alma inquieta podrá saber que su gesto se tatuó en mi ser.
Como todo gran hombre, o como casi todo gran hombre, Don Carlos Chalbaud Zerpa no tuvo un final digno de su condición y de su impronta de prócer civil, de eximio hombre de letras y de profusas investigaciones historiográficas, pero queda su espléndida obra, sus aportes a la comprensión de una ciudad que nació por la confluencia de múltiples variables: la ciencia, las letras, la espiritualidad y la fecundidad de sus tierras. Amó con pasión a su ciudad (la conocía como pocos), le entregó desvelos y toda una vida de ratón de biblioteca, de sanador de pacientes, de rastreador de curiosidades y de contador de insólitas crónicas. Su busto debería coronar la Sierra Nevada (cuya cima alcanzó varias veces), porque fue su más grande cronista, su más profuso amante, benefactor y divulgador, dentro y fuera de Venezuela.
Resulta extraño e inaudito, pero las ciudades muchas veces no son agradecidas con sus más connotadas figuras y les lanzan la pátina del olvido. Llegará el día en el que la figura de Don Carlos Chalbaud Zerpa se erija entre los clásicos, y sus libros se estudien y difundan en los espacios académicos, y no sean vistos de soslayo por los artífices de sanedrín, que se arrogan escribir la verdadera historia y desde las cátedras pontifican con poca sabiduría y con mucha soberbia. Empero, mientras viva aunque sea uno solo de sus amigos y admiradores, que los hay a montón, su recuerdo no se extinguirá, porque es luz en medio de las tinieblas de los tiempos.
@RicardoGilOtaiza
rigilo99@hotmail.com
rigilo99@gmail.com
www.ricardogilotaiza.blogspot.com
El médico e historiador Carlos Chalbaud Zerpa (Mérida, 1929 - Mérida, 2015), fue una figura connotada y polémica, cuyo trasiego existencial conquistó grandes obras a Mérida. Ya no recuerdo quién me lo presentó, ni cuál fue la causa de que mis caminos se cruzaran con los suyos (tal vez un acto académico, una feria del libro, una charla, o una conferencia), pero mis artículos y libros ya habían sido trajinados por sus manos y sabía de mí sin que yo lo notara. Lo que sí recuerdo es su hablar pausado, con un acento andino marcado además por los muchos soles y torrentes recibidos en sus largas travesías por el mundo. Fue médico de profesión y la ejerció hasta el final de su longeva existencia, pero sobre todo fue un historiador, cuestión que le vino de su padre, el también historiador y cronista Eloy Chalbaud Cardona.
Mi amigo tenía la reciedumbre propia de los hombres nacidos en familias de abolengo, que fueron pilares en la constitución de lo que hoy es la entidad, y se sentía orgulloso de sus raíces, pero de manera particular por sus recuerdos, por sus sabrosas crónicas, y sin lugar a dudas, por sus espléndidas bibliotecas personales que eran sus grandes tesoros. En ellas vi libros memorables, ediciones no repetidas, incunables y clásicos universales, y tuve la osadía de aceptarle algunos libros arrancados a sus anaqueles que me obsequió como muestra de su afecto. Casi siempre me llamaba por teléfono y teníamos largas y curiosas conversaciones, ya que él sabía de quienes hablaba y de los hechos a que se refería, mientras que yo me quedaba perplejo al no tener ni la más remota idea de la importancia de aquellos personajes, ni de las anécdotas contadas, pero intuía que se trataba de la Mérida profunda; la Mérida perdida en sus neblinas y tempestades.
La última vez que conversé con él fue en presencia de un amigo común, quien me acompañó en aquella tarde previa a la celebración de la Navidad. Nos comimos entre los tres un pan de jamón (que yo llevé) y nos bebimos en un santiamén una espléndida botella de vino tinto añejo, traído de no sé qué lugar, y aquella tarde se quedó grabada para siempre en mi memoria. Don Carlos Chalbaud Zerpa no era un hombre fácil, tenía un carácter incisivo y mordaz, pero su generosidad era grande, y sin yo saberlo me había eternizado en la última edición de su espléndida Historia de Mérida, de 2010, en la que insertó un párrafo en la sección de “Otros notables escritores”, en el que menciona mi nombre y reconoce mi labor intelectual. No sé si se lo agradecí en vida, porque de eso hace más de un década, pero en donde quiera que se halle su alma inquieta podrá saber que su gesto se tatuó en mi ser.
Como todo gran hombre, o como casi todo gran hombre, Don Carlos Chalbaud Zerpa no tuvo un final digno de su condición y de su impronta de prócer civil, de eximio hombre de letras y de profusas investigaciones historiográficas, pero queda su espléndida obra, sus aportes a la comprensión de una ciudad que nació por la confluencia de múltiples variables: la ciencia, las letras, la espiritualidad y la fecundidad de sus tierras. Amó con pasión a su ciudad (la conocía como pocos), le entregó desvelos y toda una vida de ratón de biblioteca, de sanador de pacientes, de rastreador de curiosidades y de contador de insólitas crónicas. Su busto debería coronar la Sierra Nevada (cuya cima alcanzó varias veces), porque fue su más grande cronista, su más profuso amante, benefactor y divulgador, dentro y fuera de Venezuela.
Resulta extraño e inaudito, pero las ciudades muchas veces no son agradecidas con sus más connotadas figuras y les lanzan la pátina del olvido. Llegará el día en el que la figura de Don Carlos Chalbaud Zerpa se erija entre los clásicos, y sus libros se estudien y difundan en los espacios académicos, y no sean vistos de soslayo por los artífices de sanedrín, que se arrogan escribir la verdadera historia y desde las cátedras pontifican con poca sabiduría y con mucha soberbia. Empero, mientras viva aunque sea uno solo de sus amigos y admiradores, que los hay a montón, su recuerdo no se extinguirá, porque es luz en medio de las tinieblas de los tiempos.
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